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El Telégrafo
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La grabación duró tres años y contó con el apoyo del consejo nacional de cine

‘Carlitos’: el documental ecuatoriano que entró al Bafici

José  Guayasamín (Quito, 1975)  ha realizado algunos documentales, entre estos ‘Baltazar Ushca: el tiempo congelado’ (2008), con su padre, el cineasta Igor Guayasamín. Foto: Andrés Darquea | El Telégrafo
José Guayasamín (Quito, 1975) ha realizado algunos documentales, entre estos ‘Baltazar Ushca: el tiempo congelado’ (2008), con su padre, el cineasta Igor Guayasamín. Foto: Andrés Darquea | El Telégrafo
02 de abril de 2014 - 00:00 - Carla Badillo Coronado

Hoy inicia en Argentina la 16ª edición del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici), el más importante de América Latina, con una programación de 400 películas, 10 secciones, nueve sedes y decenas de miles de espectadores. Ecuador también será parte del encuentro. El documental Carlitos (2014), dirigido por José Antonio Guayasamín, se proyectará el próximo viernes, siendo, además, la primera  vez que una película ecuatoriana entre a la competencia internacional del Bafici.    

Carlitos es la historia de un muchacho con discapacidad intelectual que -lejos de sensiblerías y lugares comunes- pretende mostrar la pureza de un joven y su particular visión del mundo.       

¿Pero cómo surgió la película?  

Su director no podría explicarla -asegura-  sin mirar hacia atrás, a sus inicios dentro del cine.

Aprendizajes cíclicos

José Antonio Guayasamín (Quito, 1979) empezó a hacer cine -indirectamente- a los 12 años, cuando ayudaba a su padre, el documentalista Igor Guayasamín, en sus múltiples rodajes. El pequeño asistente tenía la misión de cargar una cámara Betamax y un trípode, pero sobre todo acompañarlo por distintas partes del país, hacia donde la curiosidad de su padre lo llevara. A veces los rodajes surgían de un momento a otro y José debía estar preparado para cualquier eventualidad; la selva o las alturas de un nevado solían ser los escenarios.  

“En aquel tiempo lo hacía por obligación -dice José mientras toma café, en el patio interno de la productora La Verité Films- sin saber que eso me ayudaría a cultivar mucho mi visión y mi interés por querer contar algo  y, sobre todo, mi relación con lo social y lo indígena. Fue una excelente escuela”.

DATOS

‘Carlitos’ se proyectará en el Bafici este viernes 4 de abril. Y estará dentro de la competencia internacional.

José Antonio Guayasamín
espera que el preestreno en Ecuador sea en mayo (en el marco de los EDOC); el avant premiere en septiembre, en Guápulo (función gratuita para el público), y su estreno oficial en noviembre, en las salas del Ochoymedio.  

La película dura 60 minutos y es una coproducción de la Fundación Arte-Imagen ARIG, La Verité Films y Humo Films.

El equipo técnico está compuesto por Caridian Niama, Andrée Menard, Anabela Lattanzio, Natalia Guayasamín, Felipe Reinoso, Mario Vera Loor, Catalina Granda, Xavier Galarza y Lilian Granda.
Uno de esos documentales fue, precisamente, la película más premiada en la historia del cine ecuatoriano: Los hieleros del Chimborazo (1980), con 22 galardones.

“Mi viejo siempre ha hecho documentales sociales, de denuncia, de tema indigenista. Por ejemplo, hizo un documental sobre la participación indígena, especialmente los shuaras, en el conflicto armado entre Ecuador y Perú. Recuerdo que un día llegó y dijo: ‘necesito conseguir una avioneta, necesitamos irnos hoy mismo’.

Yo tenía 13 años y de repente estaba haciendo caminatas nocturnas en la selva, cargando unos equipos enormes, creo que por eso me quedé chiquito” (risas).  

En esa época no había Consejo Nacional de Cine y los realizadores como Igor solían hacer videos institucionales para financiar sus obras. De ese cine de autor se nutrió José, quien al cumplir 18 años encaró un nuevo reto. Era el año de 1998, había culminado el colegio y con sus compañeros hizo un viaje de 5 meses en bicicleta, desde Ecuador hasta  Brasil. Fue entonces cuando 45 personas le encargaron filmar la travesía.  

“Nuevamente fue un poco por obligación. A mí lo que me gustaba era la fotografía, así que hice ambas. Al regreso monté una exposición, quedó  muy bien, pero después me insistieron para que editara el video. Lo hicimos  y  la proyección  fue todo un éxito. La gente estaba  tan emocionada que pude ver el potencial de la imagen en movimiento. Entonces dije ya está, voy a estudiar cine.

Una carrera hecha de viajes

Si hay algo que legitima el arte es la búsqueda. En ese sentido, el cine de José Guayasamín es una fuente inagotable. De Quito a las minas Potosí, de Buenos Aires a las favelas de Río de Janeiro, los viajes construyeron su forma de entender mejor el cine, de multiplicar sus dudas y aciertos.

En 2007, decidido a estudiar cine, su padre le dijo: “Te aconsejo que apliques a alguna beca afuera, aunque en realidad la experiencia me ha enseñado que el cineasta es aquel que filma y tiene una visión, aquel que crea. No porque estudies cine ya te convertirás en uno”. Luego le ofreció unos casetes para que  empezara a filmar, pero -a pesar de que el consejo lo tuvo siempre presente- José decidió viajar a Buenos Aires.

Aplicó una beca en la Escuela de Eliseo Subiela, la ganó; y allí estudió Dirección  3 años. Más tarde volvió a aplicar a uno de los exámenes más difíciles para ingresar a la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica. El Estado financiaba solo a 60, 10 por cada categoría. José aplicó para Montaje y, nuevamente, aprobó.  

A la par hizo un documental en Bolivia. Ligado a su exploración y apego por la realidad social, se enfocó en  los mineros del Potosí. Había leído Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano y cuando llegó comprobó que nada había cambiado. “Los 500 años parecían seguir intactos”, dice. Entonces aceptó la oferta que su padre le había hecho  dos años atrás.

Igor le entregó 40 casetes y José consiguió una cámara vieja. Luego de muchas peripecias encontró su personaje:  Martín Cádiz, el Virgilio que lo guió por el infierno de las minas. Pero dos condiciones le puso antes: 1, José debía estar dispuesto a hacer todo lo que los mineros hacían. Y 2, una vez terminado el trabajo, José debía entregarle  el material para que sus hijos lo viesen  y decidieran nunca entrar a la mina. Aceptó.

Tres meses después, el joven cineasta regresó con todo el material a casa y pasó algún tiempo para que Nunu Potosí tomara forma. Comprendió que esa etapa lo ayudó a reflexionar sobre un  conflicto que lo ha seguido a lo largo de su vida: ¿retratar la realidad o ser parte de ella? ¿limitarse a filmar o ayudar a transformarla? De cualquier manera, José cumplió su promesa.

“Regresé a Potosí y le entregué el material a Martín. Entonces me llevó a la mina y me hizo entregarle otra copia al Tío, que es el diablo, el protector del lugar. Tomamos alcohol de 90º, fumamos tabaco, hicimos todo el ritual. Casi al volver me dijo: ‘El Tío te recompensará’. Y creo que así fue”.

La pureza de otros lenguajes

Diez años pasaron desde Potosí hasta Carlitos. Entre medio hubo un par de documentales más, incluido Baltazar Ushca: el tiempo congelado (2008), realizado con su padre.  

Viajó. Regresó. Viajó. Regresó. Sus perspectivas se fueron perfilando cada vez más. Incluso se alejó un tiempo del cine para regresar a una zona más rural, a las afueras de Quito, para tener contacto con la tierra. Se había cansado de la  superficialidad, los egos y las poses del medio en que se desenvolvía en Argentina. 

Entonces regresó a su barrio originario: Guápulo y decidió retratar lo cotidiano.  

Fue allí cuando conoció a Noemí Ailla, la madre de Carlitos, quien le pidió ayuda a José porque en ninguna escuela lo aceptaban. José decidió ayudarlo y en el caminó descubrió -y aprendió- que estaba ante un ser humano con una sensibilidad especial.

Carlitos (21) tiene retraso mental severo generado por la falta de oxígeno al nacer. Pese a tener sus capacidades motrices desarrolladas, no habla. Llegado a la adolescencia, y producto de la necesidad de su  familia, le consiguieron un trabajo en una fábrica de salchichas y, a partir de ello, su vida cambió.

El documental retrata ese despertar, ese descubrir, a su manera, el mundo que lo rodea; sus cambios,  incluso el cómo se da la oportunidad de intentar hablar.   

“Él no está plagado de las taras que tenemos nosotros -explica José- las personas que supuestamente  estamos  completas y que vivimos inmersas en un mundo occidental lleno de hipocresías, con sentimientos   tergiversados. Por eso quise contar su historia, a partir de su propia  mirada, más infantil, más pura”.

Si bien estar en el Bafici implica de por sí un logro, el documental le ha dado a José muchas satisfacciones en lo personal.

A inicios del rodaje conoció a su esposa, Andrée Menard, quien fue parte de la producción y con quien hace poco tuvo una hija: Leonie.

Piensa estrenar la película de manera oficial en noviembre, en las salas del Ochoymedio (en Quito), pero antes quiere hacer una función gratuita para la gente de Guápulo.

-“Hay que devolver el material a la gente”, dice, como siguiendo ese viejo precepto que Martín, el minero de Potosí, alguna vez le enseñó.

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