Entrevista / Ángel Ortuño / Poeta y rockero mexicano
"Born to lose, live to win": un escritor que seguirá escuchando Motörhead
El día en que le preguntaron al poeta mexicano Ángel Ortuño si tenía un proyecto –durante una entrevista–, él respondió: “por supuesto que lo tengo, me quiero hacer una camiseta con la palabra canalla, dividida silábicamente con barras, como se hace a veces en la representación de los versos”.
La leyenda “Ca/ na/ lla” apareció en el pecho del escritor mientras recorría la última Feria Internacional del Libro de Quito; entonces, también se puso una camiseta de —la banda inglesa de rock and roll—Motörhead, sin saber que entorno al trío inglés caería una mala noticia —difícil de creer puesto que ocurrió el Día de los Santos Inocentes, 28 de diciembre de 2015— cuando, producto de un cáncer fulminante, el cantante ‘Lemmy’ Kilmister fallecía en Los Ángeles, Estados Unidos.
Eres un poeta amante del rock...
Yo empecé a escuchar a Motörhead cuando estaba en la secundaria, a los 13 años —en 1982— y, fue dentro de la llamada Nueva Ola del heavy metal británico, donde —colado en el paquete de Iron Maiden, que se difundió muy rápido en México— escuché el disco Iron Fist que había recibido unas críticas terribles, incluso de la gente que ya seguía al trío.
Luego se publicó otro disco que odiaron aún más, por la salida del guitarrista ‘Fast’ Eddie Clarke y la entrada del hombre que había sido guitarrista con Thin Lizzy (Brian ‘Robbo’ Robertson), Another perfect day, que tiene toques melódicos. Sin embargo, a mí esos discos me entusiasmaron y gustaron muchísimo.
El redondo Another perfect day (1983) inspiró a una de las bandas que más trascendió en América, a los brasileños Sepultura...
Ese disco, después, fue referido muchas veces. El trabajo musical que contiene es impresionante, el estilo de Lemmy fue más crudo, elemental, entonces, pero la sofisticación de Robertson pegó bien, no perdieron nada de fuerza.
Me acuerdo que compré el long play que traía una funda de papel donde venían unos dibujitos, una historieta que refería el proceso de grabación. Había una viñeta muy buena en la que están grabando Lemmy y Philthy Animal la parte del bajo, con una sola cuerda, y la batería, de la que emana una explosión atómica. Detrás se ve un diploma que dice “al bajista más rápido en una sola nota” y, en otra viñeta, aparece en el estudio el ex-Thin Lizzy con sus solos dibujados en pentagramas. El ruido, el estruendo, por un lado, y la música por otro, algo que calza muy bien en el Another...
Lemmy y Philthy Animal no tuvieron una vejez decadente, como la de los Rolling Stones...
Es muy peculiar porque son como un ejemplo de éxito tardío. La impresión que tengo de ellos es que ahora son unos rock stars por no haberlo sido nunca, es decir, es un grupo que acumula una discografía impresionante y también una cantidad enorme de broncas, de problemas, fracasos terribles, mínimas ventas, audiencias pequeñas y, de pronto, ahora, llegan las dos generaciones más recientes que tomaron a Lemmy como una referencia invariable.
Después del fallecimiento del primer baterista, Phil ‘Philthy Animal’ Taylor —con 61 años—, leí que Lemmy decía en una entrevista: “parece que estar cerca de mí no es muy bueno para la salud” pero él tenía una facha impresionante, parecía una maquinaria indestructible. Resistió de forma magnífica, pues debe ser difícil pensar en alguna sustancia o exceso al que no se haya sometido hasta sus 70 años.
Y, probablemente, parte de esa vitalidad provenga de haber estado siempre haciendo lo que les interesaba, sin reparar mucho en el asunto de ser las grandes estrellas del rock que, finalmente, fue algo que les llegó por otra vía: las portadas de la revista Kerrang! y toda la prensa metalera volcada hacia ellos pero como una especie de efecto secundario.
Las entrevistas que dejó Lemmy Kilmister me gustan mucho porque era un tipo muy socarrón, que no acaba de creérsela y que decía: “sin fama, ¡les doy la bienvenida! Soy viejo, estoy enfermo, pero vengan, que necesito dinero”.
El novelista argentino Pablo Ramos tiene un grupo al que llama Analfabetos y, hace un año, dijo que “la mejor manera de escribir bien es querer ser una estrella de rock”. ¿Tiene algo que ver aquello de “hacer lo que a uno le da la gana” con la escritura?
Sí. Hay quienes dicen que los poetas son muy llorones, que siempre se están quejando de que, por ejemplo, tratan mejor a los narradores, que tienen mejor mercado, que los grandes sellos editoriales van tras las novelas y nunca buscan libros de versos... pero ahí hay un enorme margen de libertad: al no existir o al ser tan bajas las expectativas en cuanto al trabajo de uno, pues uno puede hacer lo que quiera.
La fama puede ser limitante en el mundo de las artes...
Cuando hay un poco más de visibilidad, esta noción de quién es este tipo, qué está haciendo, qué conozco y espero de él, puede crear ciertos problemas. Los autores que dicen “escribí algo pero no suena a nada de lo mío, lo voy a dejar reposar...” e incluso llegan a tener una idea de sí mismos, de cuál es su estilo o de cuál es su forma de escribir que los limita: tienen un troquel, que vuelve más fácil la producción en serie, pero, entonces, va terminando con el aspecto divertido, de hacer lo que a uno le venga en gana o lo que uno, buena o malamente pueda hacer.
Este asunto de que, con la poesía, uno vuele por debajo del radar de ciertas dinámicas editoriales puede tener muchas ventajas, no económicas, por supuesto, pero sí gratificantes. Por otro lado, tengo aficiones frustradas, habilidades que me gustaría tener: soy espantosamente desafinado y no puedo distinguir un instrumento musical de una aspiradora, nunca pude siquiera hacer el intento de ser rock star, ni siquiera con la premisa de que “hay que tocar feo y no hay que saber tocar”. Yo era muy malo, incluso para el punk.
El papel de escritor profesional es algo que el poeta Ángel Ortuño toma con actitud desenfadada. “No me molestaría vivir de lo que escribo, cosa que no ocurre”, dice quien se desempeña como corrector de estilo en un despacho editorial durante las mañanas y, por las tardes, es bibliotecario de la Universidad en que estudió.
“Si me becaran o si tuviera un ingreso que me permitiera exclusivamente dedicarme a escribir, pienso que me ganaría mi mayor afición, que es hacer nada. Quizá leería más, pero estoy seguro de que no escribiría un verso”, concluye, socarrón, como Lemmy, que “no daba un agudo ni bajo la guillotina, el cookie monster boy de la voz gutural” que se ha ido para siempre. (F)