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Ecuador, 23 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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“Blancanieves” reivindica con gracia las culturas flamenca y taurina

Para el cine de Hollywood la reinvención de los clásicos cuentos de hadas por versiones más orientadas a la acción y dirigidas a una audiencia más madura, es solo otra forma de generar blockbusters que con su recaudación de taquilla hagan rebosar las arcas de los grandes estudios cinematográficos.

Sin embargo, en Europa, como demuestra la francesa recreación de “La Bella Durmiente”, este mismo proceso se hace en pos del rescate de la faceta artística del cine y para la construcción de historias que, en la mente de los creativos, transmitan la tan elusiva belleza. Extraño que la mejor reconstrucción que hasta ahora se ha hecho de la narración audiovisual en su estado más puro sea a través de la española “Blancanieves” (2012), película silente y en blanco negro dirigida por Pablo Berger. Pero no es solo eso: por ser una pieza importante del cine español tiene como tres de sus principales locaciones a Barcelona, Madrid y Sevilla, además de ofrecer una visión romántica, muy enérgica, de las culturas flamenca y taurina, sin preocuparse mucho de que alguien pueda protestar por la presencia de los toros.

¿Qué puede haber de bello en el toreo, los banderines y las espadas? Pues mucho, por lo que se puede apreciar en “Blancanieves”. Los personajes de Antonio Villalta, interpretado por Daniel Giménez Cacho, y su hija Carmen, interpretada por la niña Sofía Oria y la novel actriz Macarena García, que al crecer es rebautizada como Blancanieves, son los que hacen notar que el toreo es un oficio de caballeros y damas, pero ante todo un combate de honor entre el matador y el toro. El consejo de un parapléjico Villalta –condición generada el día en el que iba a lidiar seis toros él solo y el primero lo venció luego de que se distrajera al “coquetear” con su esposa, la bailaora Carmen de Triana (Inma Cuesta)-, a pesar de que aparece escrito en una claqueta, retumba en su hija y en el espectador; él siempre mira al toro a los ojos. De que así sea se encargan la fotografía de Kiko de la Rica y el montaje de Fernando Franco, que constantemente usan tomas de los ojos de diversos toros para darle una poesía inverosímil y algo densa a la narración. Tampoco hay que olvidar que aunque en esta versión reinventada del famoso cuento difundido por los hermanos Grimm solo hay seis enanos, con Blancanieves en el cuadro se convierten en los siete enanitos toreros.

El diseño de vestuario a cargo de Paco Delgado y el diseño de producción de Alain Bainée dotan a los 104 minutos del filme de una agradable visualidad que no es solo bonita sino sumamente funcional a la historia narrada, donde la madrastra es la enfermera que cuidó a Villalta desde que quedara parapléjico, Carmencita perdió a su madre al nacer y era Doña Concha (Ángela Molina) -hasta que murió en medio de la danza flamenca durante la celebración de la primera comunión de la infante- quien la criaba junto a su gallo Pepe y luego esa misma niña se convierte en Carmen, una hermosa joven, tratada como criada en la casa de su madrastra y padre, y que al tratar de ser asesinada por el chofer y amante de la villana termina amnésica y viviendo junto a los enanitos toreros.

Es una historia fantástica, pero a la vez muy convencional y sencilla, ocurrida en la España de los años 20, donde la sobreactuación propia del teatro y de los primeros intentos de cine de ficción hacen que Encarna (Maribel Verdú) resulte la más malvada, y Carmen o la torera Blancanieves la más bella, noble y bondadosa en escena.

Las hipérboles y los extremos son los que otorgan al filme de Berger una credibilidad que hace que por varios momentos  uno se olvide de que es un giro o reinvención de un cuento de hadas clásico y se piense más bien en un drama, un filme épico o un melodrama de la época dorada del cine. Aún así los conocedores encasillan a “Blancanieves” en el género de la fantasía o del romance.

Sí, es un filme romántico, pero no en el sentido que añoran las mujeres o los hombres que suelen reseñar de plano, ya que hay que recordar la verdadera acepción de romántico: “movimiento cultural, ideológico y artístico, desarrollado en Europa y América entre fines del siglo XVIII y mediados del XIX. Se caracteriza por la exaltación de la individualidad artística, la oposición a las normas clásicas, el protagonismo del sentimiento y de la imaginación por encima de la razón y la valoración de la Edad Media y de las tradiciones nacionales”. También se califica a “Blancanieves” como un filme gótico, no como se entendía originalmente en el arte, en especial la arquitectura, -estilo artístico de origen francés que se desarrolló en Europa occidental entre los siglos XII y XVI y que se caracteriza, en arquitectura, por la combinación del arco ojival con la bóveda de crucería y los arbotantes, lo que permite levantar edificios de gran altura-, sino en el sentido, al igual que en la novela, de la variedad del relato de misterio y terror que aparece a finales del siglo XVIII, o como se aplica a la tipografía o letras, que tienen formas angulosas y rectilíneas. Mezcla extraña, pero es común en el cine moderno la hibridación, además del mestizaje de géneros más disímil que uno pueda imaginarse.

¿Dónde entra entonces la cultura flamenca? En todas partes, ya que hay una estrecha relación entre lo gótico, sin contar el romanticismo, con las danzas, la música y las intermitentes apariciones del duende en el tablao.

En “Blancanieves” bailan la madre Carmen de Triana, la tutora Doña Concha y Carmencita, ya que al crecer Carmen o Blancanieves se dedica más bien a torear. Los movimientos, la gestualidad y la alegría que transmiten las tres mujeres en sus respectivas danzas es la indicada para que el filme agarre un tempo adecuado a la representación visual que se hace de los años 20 en España.

La música original a cargo de Alfonso de Vilallonga, con solos de voz de Silvia Pérez Cruz, la orquestación de Roman Gottwald, quien comparte labores como compositor con Chicuelo,  guía el paso de las imágenes de “Blancanieves”, un filme que transcurre a ritmo de guitarreo, palmadas, aplausos, bailaoras y cantaoras flamencas. Los vestuarios, incluso los de la malvada Encarna, son propios de la cultura de los que esperan con ansias la aparición del duende en el tablao.

Los peinados y el maquillaje de la villana, sin contar los uniformes de los toreros y toreras, son reminiscencias de las raíces españolas que fluían en la obra de Lorca y la Generación del 27.   

Otro elemento indispensable es la belleza de las mujeres en pantalla, incluso la de la niña Sofía Oria, para que “Blancanieves” se convierta en un filme artístico de alto y harto nivel. Maribel Verdú y Macarena García son impecables en su actuación, pero sobre todo en su apariencia mientras están en cuadro, y así enriquecen el valor de la producción audiovisual en la que participan.

Las actrices que encarnan a Carmen de Triana y Doña Concha no se quedan atrás, lo que permite a uno atreverse a decir que es la belleza femenina en cámara la que embruja  al ver un filme silente y en blanco y negro de principio a fin.

La belleza de la vida simple y rural también está presente en la representación de cinco de los seis toreros enanos que ayudan a Carmen a convertirse en Blancanieves la torera, una de las más amadas personalidades de la Sevilla de la época retratada en el filme.

El enano restante también es torero, pero es más bien refinado, símbolo de la alta cultura o al menos del arribismo. Por alguna extraña razón, los extras, sea como público de las corridas de toros, personal del hospital, seguidores de la tauromaquia amigos de Antonio Villalta o tribunal de honor de las plazas o apoderados de los toreros como Don Carlos (Josep María Pou), son una muestra de la España semi-rural de principios del siglo XX, mientras que las actitudes, el maquillaje y el vestuario del chofer y amante de Encarna, Genaro (Pere Ponce) recuerdan a los seguidores del generalísimo Francisco Franco.

La película ha sido ampliamente elogiada por la crítica. Roger Ebert (+) comentó: "Película muda visualmente impresionante del tipo que podría haber sido hecha por los más grandes directores de la década de 1920". Y sí, algo hay de Ernst Lubitsch, Robert Wiene, Fritz Lang, F. W. Murnau, Charles Chaplin, además de Luis Buñuel, Serguéi Mijáilovich Eizenshtéin, Otto Preminger, David Wark Griffith, Georges Méliès y hasta de Andréi Tarkovski, en el lenguaje utilizado por Pablo Berger para su reinvención del cuento de Blancanieves.

Resulta verdaderamente notable el uso del lenguaje audiovisual; los fundidos, encadenados, cortinillas, contrapicados, picados, planos detalle, primerísimos primeros planos y close-ups para contar una historia que se hace cargo de lo que realmente es, un retrato nostálgico, pero equilibrado, de épocas pasadas y un rescate de la identidad de dos culturas inherentes a la historia del país donde se coprodujo y se filmó enteramente, España.

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