Publicidad

Ecuador, 29 de Septiembre de 2024
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo
Comparte

Punto de vista

¡Ay, nuestro español!

¡Ay, nuestro español!
19 de abril de 2015 - 00:00

Tal vez alguien pueda indicarme en qué parte de la gramática española está la norma según la cual en nuestro idioma todas las palabras que se refieran a la mujer deben terminar en “a” y las que aludan a los hombres en “o”.

O en dónde se establece como alternativa para no repetir el “los y las”, “todos y todas”, el reemplazo de aquellas vocales por “arroba”: larrobas americanarrobas, larrobas niñarrobas, todarrobas larrobas elegidarrobas…

Hasta donde conozco nuestro idioma, no existen tales disposiciones que, sin embargo, se han convertido en las más rigurosas de ese amado lenguaje que llamábamos español o castellano.

Nada más incoherente, incómodo y ridículo que la obligación de especificar “a mis sobrinos y sobrinas” y “a mis primos y primas” cada vez que los saludo o que hablo de ellarrobas…

Estas y otras rebuscadas “innovaciones” inspiradas en no sé qué remedo de racionalismo, han poblado al español de términos y formas artificiosas que un simple estudiante de bachillerato de tiempos no tan lejanos estaba en capacidad de evitar por cuanto contradecían uno de los principios fundamentales de un lenguaje culto, es decir, maduro: la fluidez de la expresión para expresar un concepto no solamente en forma clara sino fácil y bella.

Estas cualidades son las que caracterizan a los idiomas que llegan a convertirse en clásicos precisamente por esa norma fundamental de la elegancia, la sencillez.

El español clásico, el inglés clásico, el italiano clásico, es decir, aquellos que nos legaron los grandes escritores Cervantes, Calderón, Santa Teresa, García Márquez, Borges, Cortázar, Neruda y Vargas Llosa, o Shakespeare, Marlowe, Dickens, Browning -marido y mujer-, Wolf, Twain, Wilde, Whitman y Capote, o Dante, Bocaccio, Malaparte, Lampedusa y Tabuqui, entre otros muchos, se caracterizan por su naturalidad.

La belleza de las obras que se consideran maestras de la literatura comienza en su facilidad de lectura, siempre alejada de los giros forzados y de los vocablos estrambóticos. Su riqueza no se basa en insertar palabras “raras” o construcciones amaneradas sino en el empleo atinado del término más directo para hacer de la lectura un deleite tan plácido como la contemplación de un bello crepúsculo o escuchar los susurros de la brisa en el campo.

“Los ciudadanos y las ciudadanas”, “los compañeros y las compañeras”, “los lectores y las lectoras” supuestamente para no discriminar a ningún sexo (no “invisibilizarlo”) no son sino rebuscadas posturas de un feminismo despistado, sospechosamente impositivo: ¿justifican estas reivindicaciones los esfuerzos liberadores de la mujer?

Los ciudadanos que van a votar son, sin más explicaciones, los de ambos sexos. Nunca nadie se resintió por esta comodidad idiomática que no fue impuesta por nadie sino madurada por siglos de cultura lingüística. Lo demás son artificios que nacen del desconocimiento de nuestro bello español y que por eso mismo terminan en esperpentos como los que “adornan” esta nota. (O)

Contenido externo patrocinado

Ecuador TV

En vivo

Pública FM

Noticias relacionadas

Social media