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Así era su alucinado alucinamiento

Así era su alucinado alucinamiento
15 de abril de 2013 - 00:00

15-04-13-CULTURA-libidoPalacio no fue conocido en el Ecuador en su época y se lo ignoró. Fue solo después de mediados de los años cincuenta que comenzó a apreciársele. Ahora ya nadie lo niega.

En el Primer Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana de Cuenca en noviembre de 1978, muchos autores, jóvenes y viejos, rindieron homenajes a Palacio con la inevitable mención suya al examinar el devenir de la literatura del país. El grado de su desarrollo. Diego Araujo, por ejemplo, nos habla del “realismo unidimensional” que combatió Palacio.

Dice: “La descomposición del realismo así concebido fue anticipada desde el seno mismo de la generación del treinta, por un escritor excepcional, Pablo Palacio. El narrador lojano rompió algunos esquemas de sus compañeros de generación.

Comprendió que más trascendente que imitar una realidad detestable es destruirla, desacreditarla. Para Palacio, la novela realista había reducido la realidad a clisés, lo visible, lo externo -que puede ser captado por la razón-, las realidades importantes, las grandes realidades. Y una de sus geniales intuiciones fue la burla cruenta de aquella visión convencional de la realidad. Palacio supo que la realidad, puesto que incluye al hombre, también está tejida de sueño y, las más de las veces, de demenciales pesadillas. En su atormentado mundo de ficción, el creador de ‘Vida del ahorcado’ puso de manifiesto las mediaciones de las clases social que la costumbre o la falta de inteligencia establecen, como barreras de aduana, entre los seres y las cosas”.

Para Araujo, “la actual novela está en deuda con Palacio, transita por un camino que, medio siglo atrás, fue inaugurado gracias a su lucidez” (las negritas son mías).

O, como manifiesta Lavín Cerda, Palacio “se adelante más de treinta años a los hallazgos de la novelística continental de los 60”.

O Ruffinelli: “... si hoy se leyera su obra con un prisma diferente y desapasionado, podría comprenderse que las disecciones minuciosas de las miserias burguesas de la subjetividad fueron más eficaces y auténticas que las toneladas de realismo bien intencionado”. “Tal era”, para decirlo con palabras del propio Palacio, “su iluminado alucinamiento”.

Alucinamiento e iluminación, entonces, la imaginación en tanto la “hembra del acto”, como señalaba Martí, “sin la que nada hay fecundo”, y un conjunto de intuiciones, descubrimientos -lúcidos a veces, en otras oscuros- hacen de él un adelantado, hasta extremos en que podría decirse que rebasa el texto polisémico y pasa al texto plural (aunque esta sea una boutade de Barthes), con todas las entradas y salidas al mismo tiempo, con todos los sentidos y ningún sentido, leíble y creíble en cualquier página que se abra, que se cierre, sobre todo en “Débora” y “Vida del ahorcado”, novelas excepcionales en su tiempo y en el nuestro.

Y es en esta dimensión (dentro de las propuestas de “análisis textual” de Barthes, basado ya no en unidades narrativas, sino en unidades de lectura denominadas lexías) que Gilda Holst acertadamente subraya que en su convenio de verdad con la escritura de Palacio, “cualquier respuesta estaba en la palpabilidad del texto en el texto como prueba”.

Esta “poética subyacente” en la obra de Palacio, como la llama Cornejo Polar, incluye el acercamiento al lector, su agresión constante, la demanda de su participación, la traslación de personajes de un texto a otro, la presencia de la ciudad, los hombres dominando lo visual como en constantes close ups, los enfermos, los marginales, un humor cáustico -todavía poco presente en la narrativa de América Hispánica-, la desnudez del lenguaje (ausente de toda retórica, salvo en los casos irónicamente propositivos), etcétera y corresponde, desde luego, a una estructura de contenidos.

Para abordarla -o, mejor, para explicitarla- Palacio maneja ya la idea del deseo como motor de la organización del discurso. Leámoslo: “Toda esta vaciedad golpea la frente del hombre (...), lo que perturbará el libro con una honda sensación de deseo. Lo desequilibrará con lo indefinido que nos obsesiona algún día; que no podemos llenar, que desasosiega el ánimo; que hace pensar en correr a gatas...”.

Desde ahí, la escritura (aunque sea a gatas) se irá dando en el deseo y por él. Palacio subraya, una vez más, que la lectura será al revés, en el espesor de lo indicial, no en la historia o fábula. “Pero la historia”, señala, con no poca ironía, “no estará aquí, se la ha de buscar en el índice de alguna novela romántica”. En otras palabras, quedarse en la simple historia es no haber leído nada.

Esto en cuanto a la voluntad de ser de la escritura, pero Palacio no se queda en eso, y nos va intercalando un sinnúmero de sentidos profundos, hondamente revolucionarios, subversivos, sin caer en el panfleto, como cuando se burla de la fórmula liberal del “dejar hacer, dejar pasar” al referirse al mundo interior de uno de sus personajes (ligado siempre, eso sí, al entorno).

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