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El Telégrafo
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Adiós a los lobos

Adiós a los lobos
22 de diciembre de 2013 - 00:00

A pesar del frío y de la nieve, Joe Deag  se levantó aquella mañana más temprano que de costumbre, revisó el poderoso fusil de mirilla telescópica preparado desde la noche anterior y, dando saltos para evitar algo del agua empozada, cruzó el patio de su granja.  Entonces trepó al helicóptero que lo esperaba con los motores encendidos.

El piloto gruñó, como saludando, y enseguida levantaron vuelo. Sobrevolaron el bosque, casi acariciando las copas de los árboles, haciendo cabriolas para seguir el curso de los riachuelos congelados, y a los pocos minutos el piloto salió de su mutismo y señaló a lo lejos. “Allá, Joe —gritó emocionado– esa sombra, detrás de los peñascos. ¡Son ellos!”

Un rápido viraje del timón enrumbó la nave hacia un claro del bosque. Allí, una loba gris jugueteaba con sus cuatro cachorros. Joe Deag enfiló su arma, contuvo la respiración, y disparó.

El primer balazo despedazó a uno de los lobeznos. La madre enfrentó todo el terror que le producía el rugir tenebroso de las aspas, e intentó poner a salvo a los sobrevivientes. Pero el segundo disparo, certero, en el vientre, fue para ella. Medio minuto después, los otros cachorros yacían sobre la nieve, casi en el mismo lugar donde los había descubierto el ojo experto del piloto.

El helicóptero se alejó, dejando atrás cinco cadáveres que nadaban en charcas de sangre. Era necesario seguir buscando. Más tarde regresarían por las piezas. La mañana de caza y diversión había empezado bien para Deag y para otras decenas de granjeros del norte de los EE.UU.

Un largo trago de whisky y risotadas de celebración llenaron de euforia al cazador y a su piloto que, temerario, continuaba deslizándose entre los árboles, buscando cualquier cosa que se moviera y pudiera recibir un balazo de Joe Deag.

Era importante aguzar la vista. A esa hora el resplandor de la nieve engañaba, y los lobos eran veloces, astutos. Tanto, que aún quedan algunos en el norte de Estados Unidos, a pesar de hombres como Deag y sus amigos que cuentan con equipos sofisticados para exterminar cualquier forma de vida natural.

Tres tragos de whisky más tarde, encontraron una pareja de lobos muertos. Aunque estaban separados el uno del otro, les unía una línea de sangre, recta al principio y luego irregular y ondulante. Era de suponer que estaban juntos e intentaron huir ante el estallido fatal del fusil de otro cazador tempranero.

Pero después de un momento, la euforia empezó a decaer en la cabina. Estos no eran buenos tiempos. Cada día los lobos eran más escasos, la competencia entre los cazadores era más desalmada, y encontrar un solo ejemplar era como un milagro que solo le ocurría a los expertos.

Pero sucedió el milagro. La cabina se llenó de alegría, otra vez. Descubrieron a una loba, con su pequeño, retozando en la nieve. El primer balazo, errático, dejó mal herida a la madre que, con todas sus defensas derrumbadas, lanzaba inútiles gruñidos al helicóptero. Este gesto de la hembra no asustó, por supuesto, al bravo piloto ni a Joe Deag que con dos balazos más pudo matarla.  Mientras tanto, el cachorro encontró refugio entre los arbustos, lo que llenó de ira al cazador.

– Tenemos que echar más ojo, y menos whisky–, dijo el piloto.
– “Por todos los demonios, —respondió Joe Deag–, juro que no escapará. Deja que crezca. Tal vez mañana mismo lo vuelva a encontrar. Solo te digo dos cosas: voy a ganar el torneo y voy a demostrarles a todos que en este Estado no quedará ni un solo lobo ni nadie que compita conmigo si tengo un fusil en la mano”.

Horas más tarde, cuando la luz, las balas y el whisky llegaban a su fin, se decidía el retorno, deshaciendo la ruta para recuperar las piezas propias. Las ajenas eran celosamente respetadas porque en la moral de estos autodenominados deportistas, nadie puede alardear de crímenes que no sean propios.

Ya en el pueblo, y antes de que cayera la noche precoz de los inviernos norteños, iniciaba la fiesta: sobre una rústica tarima, un hombre de rostro colorado, voz chillona y enfundado en gruesas pieles, anunciaba la evaluación de la jornada:
—Johnson: 13 piezas. ¡Campeón!

Y la turba explotaba en aullidos, aplausos, silbidos de alegría, botellas y disparos al aire.
—Boby: Once piezas… de las cuales, siete eran cachorros...

Menos euforia, menos gritos que se desvanecían cada vez más rápido a medida que las cifras perdían importancia.
—Deag: seis piezas….
Hasta llegar al último:
–Peter: ¡Dos piezas!

Entonces se escuchaban otra vez los aullidos, pero ya de burla contra el torpe cazador que, en medio de carcajadas y maldiciones de borracho, prometía el primer lugar para la próxima ocasión.

Después, cuando caía la noche y la nieve, los hombres se retiraban al calor de sus hogares a soñar, acompañados de su familia, con la jornada del día siguiente.

Mientras usted lee este relato testimonial, los pocos lobos que viven en las zonas norteñas de los EE.UU. y de otros países, están siendo exterminados. Se ha autorizado la cacería desde helicópteros y, para los menos ricos, desde motos de nieve.

Poderosas agencias de turismo promueven este tipo de ¿cómo llamarlo?… Ellos lo califican como “turismo de aventura”. Y esto sucede a ambos lados del Atlántico: algunas firmas de Alaska, Minnesota, Columbia Británica y también de distintos lugares de Rusia y la antigua URSS, organizan excursiones donde se alcanzan hasta 80 inscripciones de cazadores en un mes. La tarifa más baja supera los cinco mil dólares. La más alta, incluyendo la filmación del cazador dando el tiro de gracia o patadas y culatazos a los cadáveres, puede llegar al doble o al triple.

Países como China, Noruega y España tampoco escapan a distintas formas de cacería, que incluyen trampas de especial crueldad. Y a esta modalidad de turismo macabro, se suman algunos países africanos. No hace mucho tiempo, el mundo vio, estupefacto, la mirada ausente y la sonrisa sospechosa del Rey de España: orgulloso, posaba al lado de una hembra de elefante que él mismo había abatido. La factura de aquel jolgorio superaba los ochenta mil euros. Y no era la primera vez.

Es urgente detener el exterminio de los lobos y de todas las especies que están en peligro. Es inaplazable hacer algo urgente, original, coordinado, para sumar esfuerzos y detener esta barbarie.
Mientras tanto, si guarda un minuto de silencio por el hermano lobo, y por nuestros otros hermanos amenazados, y aguza los oídos, sentirá que allá, a lo lejos, se acaba de escuchar un disparo. Y otro más.

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