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El Telégrafo
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A Juan Antonio

A Juan Antonio
04 de septiembre de 2012 - 09:59

Nueva York, septiembre 2 de 2012

Esta fecha está marcada por la muerte violenta de un amigo entrañable, colaborador y cómplice de algunos proyectos artísticos conmigo y con docenas de creadores que tuvieron el privilegio de conocerlo en Guayaquil, en Quito, en Cuenca y afuera. 

Dirijo estas letras a un foro como éste simplemente porque Juan Antonio Serrano fue alguien cuya pasión verdadera fue el arte y porque en un país como Ecuador hacer arte durante una época de violencia amerita una respuesta que vaya más allá del silencio. Esto no es un obituario, ni una declaración política sobre adhesiones simplistas, y me uno a la exhortación de su hermano, José Serrano, a que ojalá los medios privados, y oficiales añado yo, guarden respeto a su familia primero y luego a quienes llegamos a conocerlo personalmente y a quererlo. 

Recibí la terrible noticia a través de un email de Francois Laso, a quien agradezco por habérmelo comunicado, y con quien conversé de inmediato. Estupefacto en el teléfono él, gélido yo del otro lado de la línea, el intercambio mínimo de información resultaba meramente decorativo frente a la pesadez y el sinsentido de lo ocurrido. Mis párpados todavía me duelen cuando escribo después de horas de intentar una despedida. 

La principal razón extra profesional por la que salí de Ecuador hace poco fue precisamente la de la inseguridad y la brutalidad creciente de la violencia. Y me pregunté, a mis adentros y sin un ápice de cinismo y mucho de preocupación, quién de mis amigos cercanos iba a ser la siguiente presa de un fenómeno que a uno lo llega a la médula solamente cuando escapa a la vitrina de la morbosidad a la que nos tiene acostumbrada la prensa, y nos congela cuando, escépticos frente a la justicia, nos conformamos con interiorizar el terror y canalizarlo como y cuando se pueda. 

Uno puede, como me toco a mí, ser objeto de amenazas de muerte, de secuestros expresos y de asaltos “comunes”, pero nada es más doloroso que el saber que alguien querido parta de la manera más cobarde y salvaje, una persona entregada solamente al mundo de las ilusiones creativas, los viajes interiores y desplazamientos territoriales, una persona tranquila, honesta, alejada de la bulla política, austero como el que más, simple, desenfadado, divertido, siempre dispuesto a compartir una risotada de la mejor gana y una cerveza. Un amigo de sonrisa amplia y de pasiones intensas. 

El asesinato de Juan Antonio Serrano es paradójico por todo lo que él representaba y más. Por el hecho de que acababa de lanzar su primer libro, materialización del enorme esfuerzo de un colectivo de fotográfos documentalistas en Ecuador, Paradocs, una tradición escasamente valorada y de la que él formaba parte como parte de las nuevas camadas. Fue la última actividad pública en la que participé antes de mi partida, mediante unas breves palabras, en el acto de lanzamiento en Arte Actual en Quito, y me sentí feliz de que así fuera. Feliz de tenerlo a mi lado, consciente de su timidez escénica, sencillo y silente. Felices ambos de ver a tanta gente a la que el colectivo había convocado. 

Juan Antonio me había pedido un par de meses antes, de la nada, porque no nos habíamos visto en mucho tiempo desde que nuestra camaradería creciera mientras estuvimos basados en Guayaquil, que escribiera un texto comentando mis impresiones sobre un ensayo visual que me fue enviado por correo. Juan Antonio era alguien imbuido de la lógica del intercambio, aquella que es la verdadera fuerza detrás de la producción artística de muchos de nosotros. 

“Escoge una foto, hermano, con eso te pago”, fue su insistencia a pesar de mi ofrecimiento para hacerlo sin pedir nada a cambio. Era yo quien estaba agradecido profundamente por su gesto, por su invitación para comentar un proyecto que lo había llevado al otro lado del mundo, a China, y que era resultado solamente de su tesón por atrapar una foto significativa diariamente para tratar de dar cuenta de un mundo opresivo e indescifrable. Era yo quien estaba pagándole con palabras lo que él antes había hecho desinteresadamente para no pocos de mis propios proyectos. 

Produje una versión de mi texto que me resultaba fría, alejada de la pasión fotográfica de Juan Antonio. Yo no estaba contento. No podía escribir solamente sobre las imágenes sin mediar mi relación personal con el amigo, quería entender su mirada sobre sus viajes, quería imaginármelo transitar por las calles de Pekín, solo, siempre cargado con su cámara, deambulando, quería entender su hacer imágenes, su modo de ver. Juan Antonio, con su característica liviandad, no presentó reparo sino entusiasmo. El estaba contento con lo enviado y pensaba que las palabras debían ser solamente comentarios a partir de las imágenes. Yo no. Quería verlo y conversar y sentarnos a entender su proceso. Quería ver-lo.

Ya varios años habían pasado de los compartidos en Guayaquil, en donde frecuentaba visitarme siempre dispuesto a hacer un manejo libre del tiempo, era un tipo sin ataduras, todas ellas le incomodaban a la hora de hacer lo que realmente le interesaba. El había decidido viajar para hacer una maestría en fotografía afuera. Yo logré apoyarlo también modestamente dándole un empujón en aquello. Era lo mínimo que podía después de que él, generosamente, ofreciera su propio tiempo y extraordinario trabajo fotográfico para cubrir ciertos proyectos míos.  

Nos encontramos en Quito y almorzamos mientras veíamos la serie finalmente editada para impresión. Mi texto, el que finalmente fue impreso, fue resultado del diálogo en ese encuentro. El estaba contento con lo enviado. Yo no. Todavía lo sentía demasiado frío. Todavía no revelaba la dimensión del rostro detrás del instrumento, del principio de la producción de la imágenes, de su apego a la cámara, su mejor acompañante me parecía, para un alma que resonaba esencialmente solitaria. Un caminante, un gran caminante, el más cordial caminante.

Su partida solamente puede ser honrada mediante la solidaridad con su familia, sin mediación de cálculos políticos y comentarios mal parqueados sobre la realidad de la violencia en el país. Capitalizar en ello es solamente de mentes pequeñas y que no entienden el verdadero sentido del terror. Si alguien conoció a Juan Antonio, mucho de su sentido humano debió haber aprendido, y eso hay que respetarlo. Este momento, no obstante, no demanda solamente el silencio abrumador que tengo ahora y que pesa, porque la vida de un creador, un cómplice y un colaborador fuera de la lógica económica para muchos fotógrafos y artistas, debe tener algún tipo de eco más allá de las batallas del facebook.

Hoy es un día de inmensa tristeza. Un día que golpea. 

Tuve la suerte de gozar de su última presencia en esta encarnación con motivo de la impecable exposición Latitudes, curada por Cocó Laso, y organizada por Juan Martín Cueva, en Bogotá en el agosto reciente. Generosamente, otra vez, un extracto de mi texto para su libro fue usado como pieza museográfica para la sección que mostraba parte de su proyecto. Sus fotos –de personajes lejanos, apenas atisbados sus espíritus y esperas, transeúntes del dharma en el capitalismo tardío, guardaban el formato más pequeño, ello hacía sentido conociendo a Juan Antonio. 

Lo voy a recordar con su gracia, su efervescencia, su deseo por vivir el momento que estaba atravesando como todos sus otros momentos, por disfrutar de ello sinceramente y a fondo. Sin ningún otro norte más que el salir a la calle y atrapar, al día siguiente, la siguiente imagen. “Nos vemos en Nueva York”, me dijo, y le creí, y nos dimos un último y grandioso abrazo. Viajero y caminante, cómo no iba hacer ese viaje. Acá todavía se lo espera. Allá, en la tierra que lo vio nacer y lo vio morir de esta manera, es donde su reconocimiento, sin embargo, todavía espera.  

No sé de qué están compuestas mis lágrimas, si de rabia solamente o de tristeza absoluta. Ojalá pueda contribuir, en esta vida, a honrar la memoria de este amigo querido. El desafío es mío, pero no solamente. Mucha otra gente debe levantar su voz y hacer algo, más allá del silencio. Algo digno, siempre más allá de la política, del debate público y del momento. 

Estas no son las noticias que uno quiere escuchar del país estando afuera. Estas no son las noticias que alguien deba escuchar sobre alguien a quien quiera. Justicia no es una palabra que en esta memoria juega. Me es insuficiente, ayuda poco, no ayuda nada.
Gracias, Juan Antonio, por tu sencilla y enorme presencia. Eso es lo único que debí haber dicho en su momento.

X. Andrade

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