La última grieta para “meterse” a Europa
Nelson conoció a María por Internet. Él, 19 años y ecuatoriano; ella, 20 y española. Su amor fue creciendo entre teclados y pantallas, hasta que un día decidieron conocerse. Ninguno de ellos sabía lo que eran las leyes de extranjería, los visados, ni los centros de internamiento. Su amor no entendía de políticas fronterizas, su deseo no entendía de barreras. Un duro trámite para pedir un visado a España comenzó para él. Papeleos, denegaciones no justificadas, puertas cerradas de consulados y dinero que se perdía. Navegando en foros de la red, Nelson se enteró de que Turquía no pedía visado a los ecuatorianos y que era una de las entradas posibles hacia el continente europeo que tantas barreras le ponía. Compró un billete hacia ese país de Oriente y apostó todo en el camino. Lo que no se esperaba era encontrar a su paso un muro lleno de alambradas y prejuicios.
Un nuevo muro de la vergüenza se está construyendo en el mundo. Esta vez será de tres metros de alto, doble alambrada y electrificado, muy similar al que existe en Ceuta y Melilla, las ciudades españolas enclavadas al pie de Marruecos. El muro griego cubrirá los 12,5 kilómetros de frontera terrestre que separa el país heleno de Turquía. El resto, más de 200 kilómetros, lo cubre el río Evros, que hace de frontera natural entre estos dos países. Los gobiernos de ambas orillas apoyan la construcción de dicho muro. Grecia debe quedar bien ante sus socios europeos y demostrar que lucha contra la inmigración ilegal y Turquía hace todo para alimentar su candidatura a nuevo miembro de la Unión Europea.
Se calcula que unos 200 migrantes pasan diariamente por esta frontera y esta cifra se duplica en verano. Por eso a Grecia la llaman el gran agujero de Europa. Las mafias cobran entre 1.000 y 1.500 dólares por persona para trasladar a los inmigrantes desde Estambul a Edirne, la ciudad fronteriza con Grecia. Una vez allí les ayudan a cruzar el Evros en barca, aunque si es verano es posible pasar caminando, porque el río se seca. Los habitantes de la primera villa griega del otro lado, Novo Vissa, están acostumbrados a ver llegar a los inmigrantes. Pero no son nada solidarios, apenas ven a un extraño caminar por sus cultivos llaman a la Policía para que lo identifique y le busque acomodo en alguno de los centros de internamiento de extranjeros o para que los devuelva a Turquía.
Este país recibe dinero de la Unión Europea para pelear contra la inmigración clandestina. Algunos de los centros de internamiento para extranjeros están financiados con fondos europeos. Hay un total de 60 cárceles para inmigrantes, donde el tiempo de estancia es indefinido, hasta que los internos tengan el dinero para volver a sus países de origen. Esto es lo que se conoce como la externalización de las fronteras de países europeos. España, que en 2006 recibió gran cantidad de inmigrantes provenientes de África, hizo acuerdos monetarios con países como Marruecos y Mauritania, para que no los dejen pasar hasta las costas españolas.
El reciente conflicto en Libia está demostrando la dureza de España para aceptar a los inmigrantes, que no solamente buscan mejorar su situación económica. La gran mayoría simplemente quiere vivir en libertad y huyen de Irán, Afganistán, Somalia. Pero la “Europa de las libertades” incluso ahora habla de repensar el acuerdo de Schengen, que permitía la libre movilidad de las personas. Francia lo ha planteado seriamente, para evitar que los inmigrantes que han dejado Libia y que ahora están en Italia pasen a su territorio.
El ecuatoriano enamorado que compró el pasaje a Estambul descubrió un barrio de calles babilónicas, donde escuchó todos los idiomas. El sitio se llama Askaray y está pegado al Grand Bazaar, el lugar donde los turistas pierden la cabeza con las imitaciones perfectas que se hacen en Turquía. Hay allí gran cantidad de locutorios y pensiones que albergan a los miles de “turistas camuflados” que esperan la oportunidad de pasar a Grecia. En las noches es usual ver a los inmigrantes perderse por las calles oscuras del barrio cargando una mochila o una pequeña maleta. Los viajes hacia la frontera se hacen a esa hora, deben llegar a Edirne de madrugada para cruzar el Evros.
Las guías para turistas no cuentan la realidad de este barrio, si acaso lo mencionan porque el tren que lleva al aeropuerto sale de allí y por su cercanía al Grand Bazaar. Tampoco les interesa publicar en esas guías que existe una antigua escuela armenia que se ha convertido en un centro de internamiento para extranjeros. Los barrotes en las ventanas delatan el lugar y a través de ellas se suele ver los ojos derrotados de los detenidos y la ropa que lavan y cuelgan al sol. La Policía turca impide que la gente se pare a contemplar la cárcel y las fotografías están prohibidas.
De Latinoamérica, la nacionalidad que más utiliza la ruta Turquía-Grecia es la dominicana. Pero también hay ecuatorianos, bolivianos y últimamente paraguayos. Esto lo cuenta un vendedor del Grand Bazaar, que aprendió a hablar español para vender su mercadería a los turistas españoles. El punto de encuentro son los locutorios. Se ven, sobre todo, mujeres latinoamericanas que tratan de hablar inglés para pasar desapercibidas y ante cualquier pregunta dicen que están haciendo turismo. Pero hay que aclarar que la zona de turistas por excelencia en Estambul es Sultanahmet, donde están asentados los antiguos edificios del Imperio Otomano y las gigantescas mezquitas.
Una de esas noches en Askaray, aparecen Carmen y una amiga, ambas dominicanas; corren por el barrio arrastrando sus maletas de ruedas. En su precario inglés preguntan por un tal Mohamed. Están nerviosas y van con prisa. Luego aparece un tal Luis, que las guía hacia la zona desde donde salen los camiones que llevan carga hacia Europa. Cuando las mujeres se pierden, Luis se presenta como un hombre de negocios, que lleva diez años en Estambul y cuyo asunto es comprar prendas de marca, falsificadas todas, y enviarlas a Europa y Latinoamérica.
“Los turcos son los mejores falsificadores del mundo, tú les pides algo y te lo hacen mejor que el original”, dice.
Luego habla de la inmigración y dice que suele ayudar a los compatriotas que llegan por allí, que les deja dinero porque las mafias les roban todo, y cuenta que a nadie le interesa en verdad frenar la inmigración clandestina, porque todos viven de eso: los hoteles de la zona, los restaurantes y locutorios, y hasta los mismos policías que piden dinero a cambio de no llevarles a los centros de internamiento. “Todo el que viene deja algo de dinero y eso es bueno para Turquía”. Él, naturalmente, dice que no es parte de ninguna mafia, pero en media conversación le empiezan a llegar varias llamadas al celular y a todos les contesta con la frase: “el carro ya salió a casa”.
El destino de los que dejan Askaray es Edirne, una ciudad fría, con un viento violento proveniente del norte. Como en todas las ciudades de frontera, en su ambiente se percibe la soledad y las miradas se clavan detrás de las ventanas. Por allí pasó Mustafa, un marroquí que nada más pisar Grecia fue detenido y llevado a un centro de internamiento donde permaneció seis meses. En su ficha le pusieron que era de Irak, para poderlo enviar a Turquía, que por acuerdos firmados acepta a los ciudadanos de Irak, Siria y Georgia, que son sus vecinos. Un traductor que hablaba árabe y griego le pidió dinero para arreglar el error y dejarlo libre, pero Mustafa no tenía nada que ofrecer.
Mustafa afortunadamente no fue deportado y salió libre al cabo de seis meses. En el tren rumbo a Atenas cuenta su odisea. Todo empezó en Edirne, la ciudad fronteriza. Les alojaron en el último piso de una pensión y les dieron un celular a cada uno. Tenían que estar listos y a la primera llamada salir del hotel. Los celulares de algunos sonaron a la 01:00 de la mañana y cuando bajaron se encontraron con un camión. Los llevó hasta la orilla del río y como era verano cruzaron caminando. Eran unas cincuenta personas; cuando estuvieron del otro lado les hicieron dormir hasta que amanezca. Con la luz del día llegó otro camión y les llevó a una villa llamada Orestiada, donde también encontró a personas recelosas, que se negaban a explicar dónde está una calle o dónde está la estación de autobuses. Gente que no sonríe y que suele llamar a la policía para que identifique a los recién llegados.
El destino de muchas de las personas que cruzan el Evros es uno de los cinco centros de internamiento de extranjeros de la región. Esa es la Europa que les da la bienvenida. Según el testimonio de los propios internos, en esos sitios no se les permite ni siquiera salir al patio y deben pelearse por la comida, porque no siempre hay suficiente para la cantidad de detenidos. Sin mencionar las pésimas condiciones de salubridad y la falta de asistencia médica, los inmigrantes pueden estar confinados hasta seis meses en esos centros. Sólo si son de Afganistán, Somalia u otra región que se encuentre en guerra son liberados pronto y tienen derecho a pedir refugio. El resto, si no son deportados, reciben un salvoconducto para salir de Grecia al cabo de un mes.
Ariel, un dominicano que no hablaba árabe, también fue identificado como iraquí y lo encerraron en el centro de Fylakio, el más grande de los cinco centros, con capacidad para 150 personas, pero que llega a tener 400. Por suerte a Ariel no lo deportaron y obtuvo el salvoconducto para irse a Atenas, donde está tratando de extender el permiso. Cuenta que durante todo el encierro apenas salió dos veces al patio, cuando debían desatascar las cañerías porque el olor de las aguas fecales era insoportable. Solo entonces pudo respirar el aire del continente con el que soñaba.
En Fylakio es fácil encontrar policías de otros países europeos, son parte del Frontex, un cuerpo de policías de varios países europeos que se ocupa de cuidar las fronteras de Europa. En los días que se hicieron estas fotos, el fotógrafo fue testigo de una de las escenas crueles. Una policía española ofreció agua a un perro que merodeaba las instalaciones del centro. Se le oyó decir que temía que el can enfermara por el agua sucia que bebía. La mujer tuvo más humanidad con el animal que con los presos que gritaban afónicos desde las ventanas: “No water, no food, freedom, freedom”.
Frontex calcula que en 2009 se produjeron 106.200 cruces ilegales en las fronteras exteriores de la Unión Europea. Y de ahí el interés de estos estados en crear un muro a las puertas de Asia, a cambio de rescatar a Grecia de sus continuas crisis económicas. Pero esto no va a detener la inmigración. Como no ha servido el muro que existe en Tijuana, para evitar el paso a Estados Unidos. Las mafias siempre encuentran una manera de avanzar al norte.
Los cientos de inmigrantes que cruzan a Grecia y sobreviven al encierro en los campos de internamiento del Evros, toman un tren desde Alexandroupolis a Atenas. Son 12 horas de viajar hasta llegar a la capital griega. Los tickets que se venden para inmigrantes, en 60 euros, son exclusivamente para el último vagón. Allí viajan hacinados y alejados del resto de pasajeros griegos. Un ejemplo más de discriminación.
Los inmigrantes van sin equipaje porque han perdido todo en los centros de internamiento. Sus pertenencias son arrojadas a camiones donde se amontonan como si fuera basura. Las personas que salen antes se llevan las maletas que están a la vista y objetos de valor. Los que permanecen más tiempo encerrados solo encuentran bolsas desbaratadas por los perros y ropa sucia.
Cuando el tren llega a Atenas se encuentran con una ciudad en decadencia, donde los mendigos y drogadictos duermen en las plazas aprovechando el calor que sale de las rendijas del metro. Esto parece el único calor que emana de esta ciudad. La mirada más cara hacia una Europa que entró en crisis, no solo económica, sino de mentalidad.
El ecuatoriano que inició la travesía de Oriente por amor, no logró pasar la frontera greco-turca porque le faltó dinero para hacerlo. Estuvo tres meses trabajando en Estambul, aprovechando su español para vender alguna cosa a los turistas hispanohablantes; pero al final se dio cuenta de que para los estados son más importantes las cifras macroeconómicas que la esperanza de la gente.