Dos “muchachos de antes” son los últimos libreros de cepa en la capital
Detrás de una planta que crece junto a la puerta, las paredes están hechas de libros. Desde el fondo suenan violines. Algunas de las sinfonías de Beethoven.
Al entrar, a la izquierda del primer pasillo, Nelson Estupiñán Bass, Raúl Andrade, Benjamín Carrión, algunos volúmenes de la revista América, con su cubierta azul y rótulos escritos con marcador simple; a la derecha, la sección de Filosofía, Astronomía, muy poco de eso. Unos pasos más allá, las opciones aumentan: “Dosto”, Camus, Nicolás Guillén, Juan Carlos Onetti, Borges... y por fin, Osvaldo Rodríguez, un uruguayo de 68 años que ocupa el espacio que queda del otro lado de un pequeño escritorio de madera, y mira seriamente a través de unos lentes plateados, de cristales algo sucios sobrepuestos a sus ojos azules. A su lado, un recipiente de cristal lleno de dulces, libros recién llegados, una revista que recoge notas sobre la cultura quiteña, un volumen firmado por el autor en 1960: “A mi querido y viejo amigo Mariano Baca. Los mejores días de nuestra juventud... Jorge Icaza. 1960”.
Dedicado a los libros de por vida, a leerlos y a distribuirlos como agente, Osvaldo trabajaba hace treinta años para la venezolana Monte Avila Editores; viajaba con una valija llena de ejemplares y los ofrecía en las librerías americanas. En ese trajín conoció al ecuatoriano Édgar Freire, alumno de Lucho Carrera en su legendaria librería Cima, que se ubicaba sobre la avenida 10 de Agosto y Santa Prisca, en donde trabajó durante décadas, incluso cuando el negocio fue absorbido por el grupo Científica y más tarde cuando Librería Española la compró. Édgar hacía los pedidos y Osvaldo, valija en mano, los atendía.
Carrera fue un famoso librero de los sesentas y setentas, de esos que quedan pocos entre las calles del Centro Histórico, donde se afincaron las principales librerías de entonces, y de esos que inauguraron el oficio a punta de curiosidad y tiempo del bueno ocupado en las lecturas.
“Yo conocía todas las huecas de libros viejos en aquella época y esta es una recreación histórica de lo que fue Quito”, dice Édgar, su cuerpo delgado extendido sobre una silla simple, su sonrisa sin recato, traviesa entre sus frases. Esta vez se refiere a la librería que maneja ahora, a sus 64 años, junto con Osvaldo. “Todo es una escuela”, insiste, en recuerdo de su maestro, de quien conserva una fotografía detrás de ese mismo escritorio pequeño que para nosotros es, de pronto, la mesa central de una salita improvisada donde ellos se disponen a recordar.
Sur Libros es un proyecto que rondaba la cabeza del uruguayo durante varios años, y hace apenas tres, desde el uno de octubre del 2008, se convirtió por fin en un refugio para algunos de los más deseados libros y para algunos de los más curiosos lectores que viven o que van de paso por esta ciudad. Pero también es el lugar donde quienes quieren hacerse de unos dolaritos pueden vender los libros que ya no necesitan, que estorban en sus bibliotecas, que ya leyeron y quieren compartir, o que jamás volverán a leer.
El lugar nació con el lote de libros de Francisco Terán, un amigo de Rodríguez, y se nutrió, en adelante, con el fondo del médico Max Ontaneda, con un contingente de bibliotecas de Humberto Toro, Domingo Paredes y una donación íntegra de Germán Rodas.
Édgar Freire se incorporó a la empresa en el 2009, y desde entonces la dupla ha marcado la diferencia en el negocio de venta e intercambio de libros usados, pero, sobre todo, en el verdadero oficio.
Una mujer extranjera entra y pregunta por libros en inglés. “Sí, hay algo en aquel estante, mirá a ver si te interesa algo, pero, en inglés, la verdad, no hay mucho”, responde Osvaldo. “Pero, si querés ver más, mirá -se levanta, avanza unos pasos y orienta a la mujer con sus brazos extendidos-, tomás por Juan León Mera, unas seis cuadras hacia el norte y vas a encontrar un...”.
Sur Libros se distingue de aquellas librerías que compran libros por costales “y te ponen el precio del libro viéndote a los ojos: si brillan, valen más...” y es, seguramente, la última en su género. Eso queda claro cuando, al ojear un poco, uno se percata de que en alguna de las primeras páginas de cada uno de los miles de libros está escrito a lápiz el valor. “A lo que está marcado quitale el 20%”, aclara desde su curul Osvaldo, con su grave carraspeo y levantando un poco el tono de voz.
“La idea de este proyecto es que sepás que entrás acá y podés buscar directamente lo que te gusta o podés preguntarnos, puede ser que en algún caso nos olvidemos de algo, pues nosotros trabajamos exclusivamente de memoria y no tenemos máquinas, somos de antes, como podés ver. ¡Somos muchachos de antes!”. Al fondo, la música se interrumpe y en su lugar, la voz del locutor confirma que se trataba de la Sinfonía 8 en Fa mayor Op. 93.
Para Osvaldo, cuando se trata de comprar libros a los clientes, es importante dar el mismo tratamiento a la gente que sabe lo que ofrece como a la que no lo sabe. “Compramos el libro como libro, aunque tenemos discusiones también, porque hay gente que pide por sus libros cosas que son imposibles”.
Para entenderlo mejor: un libro que está vigente, es decir, en circulación en el mercado editorial, adquiere un precio menor en relación con el precio normado por las perchas comerciales. Depende de la edición del libro, del año, y el cálculo se realiza según el estado en el que se encuentra el ejemplar, de acuerdo con la calidad de su encuadernación, al estado de sus páginas interiores.
Los más vendidos en Sur Libros son Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Simone de Beauvoir; sin embargo, la prioridad para sus propietarios son los autores ecuatorianos “como una tradición que hay que recuperar, porque aquí el escritor ecuatoriano es maltratado”. De estos, los que más salida tienen son Jorge Icaza, Jorge Enrique Adoum y Huilo Ruales Hualca.
Édgar suelta su teoría: “Hay autores que nunca pasan de moda como Cortázar o Borges. Siempre nos llegan libros de ellos que enseguida se venden. Pasa lo mismo con este Roberto Bolaño, muchos jóvenes vienen y piden sus libros”. Calla de pronto, gira su cuerpo hacia atrás y me alcanza una carpeta que contiene dentro la obra Oficios del río, de Filoteo Samaniego, acompañada con láminas de grabados de Galo Galecio. ¿Cuánto por esto? “¡25 dólares menos el 20% de descuento! Fíjese que el plus de esto son los grabados, ¡mire qué maravilla!”. Más Beethoven desde el fondo. Esta vez, la voz sedante anuncia Claro de luna. Yo hago una pregunta al respecto, silenciosa, con un gesto señalo mi oreja y miro hacia arriba.
“La música es una cuestión de estética y de respeto al cliente -reacciona Osvaldo-; a veces también pongo tango o jazz”. Édgar se junta con tono de protesta: “¡Es que ya es suficiente con tanto reguetón, tanta tecnocumbia y esas cosas que se escuchan todo el día en la calle y en los buses!”. Remata con una risa generosa y adivina la nueva anécdota que contará su colega: “Para ser librero se necesita una paciencia jobiana y ganas... ¡Además, toda la vida dedicada a lo mismo, qué más vas a hacer! ¡No podés hacerte médico!”. Osvaldo imposta seriedad.
De otra estantería provienen tres tomos de una compilación de Jorge Carrera Andrade. Son tres elefantes blanquecinos con un elegante garabato en la cubierta que hace alusión a la firma del vate.
-¿Y estos, cuánto cuestan? -70 dólares, los tres tomos, -responde Osvaldo, y lo justifica: “Esta es una edición rara y muy simpática por los errores que tiene: resulta que alguien fue contratado para hacer la traducción al inglés y dicen que es una traducción desastrosa (…), hasta yo me di cuenta -bromea de nuevo-, así que circuló muy esporádicamente por vergüenza”. Edgar interviene: “Este caso fue motivo de una bronca cultural de carácter doméstico, pero en general, muy pocos clientes tienen la conciencia clara de lo que es comprar un libro de segunda mano o medio extraño”.
Son ya cerca de las seis de la tarde. Pronto van a cerrar. Durante mi estadía no ha llegado mucha gente. Me cuentan que algunos clientes visitan la librería dos o tres veces por semana, saben lo que buscan y permanentemente ofrecen sus libros y compran otros. “A nosotros lo que nos emociona es la visita de gente joven”, dice uno de ellos y no importa quién, pues el otro asiente.
Pero, ¿qué tan rentable resulta llevar adelante esta empresa, si la cantidad de clientes que llega es muy baja? “La idea original era que este proyecto nos permitiera vivir, pero no, nos hemos convertido en gestores culturales -aunque sonría o llore- gratuitos. Porque esto no da. Disfrutás de una cantidad de cosas pero no alcanza eso para todas las necesidades de la librería, entre eso, para cubrir dignamente los salarios”. Sin embargo, coleccionistas, escritores, estudiantes, catedráticos o turistas ya ubican a Sur Libros como uno de sus objetivos vitales.
-Entre tantos libros y lecturas, ¿ustedes deben escribir mucho, no? -Edgar escribe, yo no, ni cartas. Ya hay tanta gente haciendo papelones, no voy a hacer yo más papelones”, sentencia Osvaldo, mientras muestra una foto de Fidel Castro dedicada por él mismo a Ernest Hemingway y fechada en 1956. Luego, una primera edición de El Proceso de Nuremberg, una copia de un cuento inédito de Hemingway titulado Vendetta of Mr. Pons, escrito a máquina, apenas repisado con tinta azul por el autor. -¿Y esto? ¿Cómo lo conseguiste? -¡Se dice el pescado pero no se dice el pescador!
Ríe. ¡Osvaldo por fin ríe con nosotros! Son las seis. La música termina y la planta junto a la puerta queda ahora adentro, sola, hasta mañana.