Una manera sencilla de homenajear a los hermanos ecuatorianos asesinados es escribir sus siete nombres juntos: Luis Alfredo Mosquera Borja, Paúl Rivas, Jairo Stiven Sandoval Bajaña, Javier Ortega, Sergio Jordan Elaje Cedeño, Wilmer Álvarez Pimentel y Efraín Segarra. De mi parte, quisiera que, ante la irremediable pérdida, queden integrados en los archivos impresos y cibernéticos de tal forma que, cuando en el paso de los años hagamos memoria, el motor de búsqueda los despliegue como un solo contenido. Lo que se escribe existe para siempre.
La muerte de los siete hermanos ecuatorianos está ligada al capitalismo irregular globalizado, caracterizado por la producción y comercio de estupefacientes. Este fenómeno se expande por el crecimiento de la demanda a nivel mundial y su articulación al capitalismo formal, promoviendo una interdependencia creciente. El FMI estableció, en 2006, que la economía del narcotráfico representaba el 10% del PIB mundial (Carrión. 2015). Parte de ese dinero se articula al sistema financiero mundial, funciona como base contable para la especulación y, una vez lavado, financia actividades comerciales y ligadas a la construcción.
En el área del Pacífico la geografía de la producción, comercio de estupefacientes y narcoviolencia, está localizada en zonas ligadas a la historia colonial. Sinaloa, Guerrero (México) y Chocó (Colombia), donde se asientan descendientes de mayas y afroamericanos, tienen una historia de pobreza extrema y segregación. Como se sabe, la pobreza pare violencia, porque se generan las condiciones para que los eslabones más bajos de los carteles globales logren la adhesión de la población, debido a que resuelven problemas de sobrevivencia y están ligados por relaciones de parentesco y reciprocidad.
En algunos lugares de Esmeraldas existe extrema pobreza; un indicador es Muisne, el segundo cantón más pobre de Ecuador, con una cifra del 98% (Senplades. 2013). Otro indicador es el analfabetismo que bordeaba en 2013 el 17% en las áreas rurales fronterizas de la “Provincia Verde”.
Los seres humanos no nacemos malos. Correspondemos a un hábitat social. Si no queremos más “Guachos” es necesario eliminar las condiciones sociales para la reproducción de la violencia y la narcoeconomía. En ese contexto, vale recordar una máxima que se atribuye al maestro venezolano Antonio Abreu: “Un niño que toca un violín, jamás tocará un arma”. (O)