Nuestros antepasados empezaron a leer la inmensa cartografía de las estrellas antes de escribir en la arena. Sus relatos iban de boca en boca y, a veces, quedaban suspendidos en la cerámica o textiles. Allí estaban los sabios que atisbaban desde sus atalayas el paso de las estaciones y podían, según sus mitos, enviar flechas desde sus sueños. Era el tiempo de los guacamayos y de las serpientes enormes, de las mujeres surgidas del río y del arcoíris. Después, con la llegada de los hijos de las carabelas también arribaron los telares. En la zona norte de Ecuador, durante siglos, esas mixturas florecieron entre las urdimbres, donde la técnica del ikat quedó para horas ocultas.
Por generaciones estas prácticas continúan y es una algarabía en el Mercado de Ponchos de Otavalo. Por lo demás, descendientes del señorío étnico de los caranquis, que floreció del 1250 al 1550 de Nuestra Era y donde sus hijos no han olvidado el intercambio recíproco entre hermanos en los diversos pisos ecológicos, en Imbabura, Ecuador donde la fiesta principal del solsticio de junio es en homenaje al maíz.
Los caranquis, según la definición de estudiosos como Galo Ramón Valarezo, son los norandinos. Pero también están al otro lado del río Chota, los pastos, espléndidos ceramistas y orfebres de figuras geométricas y escenas de seres humanos y animales, que tuvieron una presencia desde el 700 de Nuestra Era, con profundas conexiones con la Amazonía. Podemos leer en lo referente a los pastos, según Santiago Ontaneda Luciano en Las antiguas sociedades precolombinas del Ecuador:
“La presencia de motivos de monos, tanto en la cerámica como en la orfebrería, estaría vinculada con representaciones de tipo astronómico. Especialmente cuando se trata de cuatro monos, los cuales están dispuestos generalmente conformando un trapecio. Esta figura, superpuesta a la particularidad del ecuador celeste, hace referencia a la constelación de Orión, la cual está vinculada con los dos astros mayores: el Sol y la Luna (Karadimas 2000)”.
Mas, muchos de esas mitologías provienen de la Amazonía, como los otorongos o pumas, pero también de los amarus, que no son otra cosa que las anacondas, descubiertas por los brujos gracias al yage o ayahuasca. Esas voces, esos silbidos, son más que un eco para los habitantes de las montañas. Sí, porque también los antiguos dioses nos ven desde la selva. (O)