Las tres velas encendidas proyectan sus ánimas en las misma estancia. La cera se derrite en su mano izquierda, adornada por un anillo de plata, incrustado por una piedra azul que, al parecer, funciona como un talismán. Las sombras bailan en el centro. El domingo pasado José Picuasi dejó este mundo terrestre para ascender a las constelaciones que miraban los abuelos caranquis y sus deidades tutelares.
Por eso, las fuerzas de los dioses que convocaba el yachac eran los montes. Estos son deidades masculinas y femeninas, dadoras de vida presentes en el agua, por eso las cascadas, vertientes y lagunas también son parte de esta cosmovisión. Para los ritos iniciáticos, los sabios ancestrales acuden precisamente a las cuatro puntos cardinales para recibir los dones que provienen del agua: en el poderoso monte Imbabura está Rosas Pogyo (vertiente en quichua); Cuicocha (laguna del cuy o conejillo de Indias); Ishpingo Paccha (cascada); Cariyacu (Río macho, cerca del Cerro negro o Yanaurcu). De hecho, el mismo nombre Imbabura (Criadero de las preñadillas) evoca a esos mínimos peces “imbas” o bagres de torrente andino que, casi ciegos por el lodo y barbudos, saltan en las vertientes que descienden de la montaña. Segundo Moreno Yánez dice que hay una relación laguna-volcán y el pececillo “imba” como hitos primordiales del paisaje sagrado.
Los brujos, sin la carga peyorativa, o médicos ancestrales traen de estos sitios sus piedras de poder para las curaciones y cada mes acuden para renovar sus energías. Atrás quedan los encuentros iniciáticos con la Yacu huarmi (Mujer del agua), una deidad de encantos sobrenaturales, además del Taita Imbabura, Mama Cotacachi, Cerro Mojanda, Cerro Negro.
Cada vez que uno de estos sabios, que conocen el secreto de las plantas curativas, muere se extingue una biblioteca, una manera de entender el mundo, una brújula para los pueblos norandinos. Parte de su legado está en el libro Imbabura: historia de saberes, porque lo que está escrito también perdura. (O)