Como si se tratara del rabino de Praga, que hurgaba por conocer el nombre de Dios en el Golem, el cura pionero George Lemaître en 1931 propuso la “hipótesis del átomo primigenio”, lo que derivaría en el Big Bang. “Podemos concebir el comienzo del universo -que aseguraba, se está expandiendo- en la forma de un único átomo”.
Precisamente la búsqueda de unificar lo pequeño -la teoría cuántica que trajo la revolución microelectrónica- con lo macro -la teoría de la relatividad, de donde derivó la energía atómica- es el mérito de Stephen Hawking, profeta de mundos desconocidos y seguidor de Albert Einstein. Su apuesta fue la Teoría del Todo (TdT), aunque el mundo quedó fascinado porque las preguntas inquietantes sobre los orígenes podían ser reveladas lejos de un lenguaje cifrado. ¿Qué son los agujeros negros? ¿Es posible viajar en el tiempo? ¿Existió Dios, antes de la Gran Explosión? Allí están sus libros fundamentales como Historia del tiempo, con prólogo de Carl Sagan.
Casi al final de la obra, Hawking dice que los científicos han estado demasiado ocupados en teorías de cómo es el universo para hacerse la pregunta de por qué. Abandonados por los filósofos, quienes debían responder esto, la tarea ha quedado en manos de unos pocos especialistas, asegura. “¡Qué distancia desde la gran tradición filosófica de Aristóteles y Kant!” (obviamente, no habla de la dicotomía de las ciencias blandas con las ciencias duras, advertida por Immanuel Wallerstein).
Hawking, además, encaró con humor la terrible ironía de este hombre que apenas movía sus párpados pero que interrogaba a las estrellas. Su coraje y el vuelo de su mente siempre contrastarán con tantos poderosos que juegan a la guerra o destruyen los ecosistemas sin ningún remordimiento: “Solo somos una raza de monos avanzados en un planeta más pequeño que una estrella promedio. Pero podemos entender el universo. Eso nos hace muy especiales”. Lo finito y lo infinito como una sola premisa. “¿Es un imperio esa luz que se apaga o una luciérnaga?”, escribió Borges. (O)