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El Telégrafo
Salvador Izquierdo

La guerra de los murales

10 de febrero de 2022

Siento un compromiso a ser edificante y no destructivo. A escribir sobre cosas que considero valiosas, no sobre lo que me produce antipatía o no comprendo. Pero ese compromiso a veces se interrumpe y me meto la cabeza en debates incómodos. Puedo ser impertinente, lo he sido antes. Disculpas anticipadas si cualquiera de las cosas que digo a continuación caen mal.

Hace poco, se produjo una polémica en torno a un mural que se piensa hacer en Quito. José Hernández tuvo un patatús desde su columna en 4P: argumentó en contra del muralismo como instrumento político y ubicó a Marta Traba y a Rodolfo Kronfle, entre otros, como ejemplos de lo que se debería seguir. Eso es reemplazar una cosa por otra. Eso es decir, el muralismo social no vale porque es caduco pero el arte contemporáneo sí porque es más nuevo. Encima, Hernández hace un repaso vago de la Historia del Arte Moderno, con el muralismo como el cuco, para sustentar unas ideas incomprensibles sobre qué es el arte para él. Cae en lo mismo que critica y el debate termina en empate: Paola Pabon y Correa dicen que Pavel Eguez es un gran artista y el pelagato dice que los curadores, y los franceses, le parecen más relevantes.

Con respecto a su argumento relacionado a la política: el mal manejo por parte de las autoridades de un proceso contratación pública, estoy de acuerdo. Pero su intento de hacer crítica de arte es muy básico y contradictorio. En un artículo dice que el muralismo es trasnochado, pero sostiene (o al menos así parece) que una producción cercana al cubismo de Picasso y Braque no lo sería (¿?). En otro artículo, para esbozar una definición de qué es un artista, cita a Kandinsky (¿eso no es trasnochado?). El muralismo es importantísimo. Aquí en nuestro país hay suficientes ejemplos valiosos. En otros países de la región, Uruguay, por ejemplo, hay una escuela de muralismo constructivo fascinante. Para mí, ninguno de esos ejemplos ha dejado de ser relevante, ni duraron hasta los años cincuenta del siglo pasado y se acabó. Las columnas que el pelagato dedicó a este tema caen en name dropping. Su posición equivale a una que, según mi punto de vista, ya ha sido muy cuestionada: la idea de que unos pocos “cultos”, “entendidos” son mejores que otros “incultos” e “ignorantes” o que haber leído tal libro de crítica o teoría te pone por encima del resto. De que yo sí sé qué es el arte pero tú no. De que porque he viajado a Nueva York, París o Samborondón estoy al tanto de las últimas corrientes. ¡Gran hazaña! Ninguna de esas cosas genera un acceso al arte.

Otra cosa con la que no estoy de acuerdo es la idea de que nadie excepto él está debatiendo el tema: “Nada dicen los profesores de arte” alega. Pero los profesores de arte estamos bien gracias, dando clases, y dentro de ellas topamos este y muchos otros temas más. Solo que no lo subimos a Twitter después. Los debates más significativos sobre arte pueden darse en casas, en pasillos de universidades, en galerías, en antros, y repito, en clases. Es imposible vigilarlos. Pueden ser debates largos y sostenidos, no solo de coyuntura. No tienen principio ni final y pueden ser violentos. Además, históricamente, pocos les han prestado atención. En definitiva, para escucharlos hay que dejar de hablar y escucharlos.

Yo cuando me enteré que la Prefectura contrataba a Pavel Egüez para hacer un mural sobre el Bicentenario, bostecé. No hay nada que me parezca menos interesante que esa noticia. Porque se requiere cero imaginación para proponer que Egüez haga un mural sobre el Bicentenario. Y cero imaginación es precisamente lo que yo más asocio con el Consejo Provincial. Hasta está en el nombre: “provincial”. Ese mural posiblemente llegue a representar nuestro provincialismo y falta de imaginación. Y, en este punto, no está nada mal tener esos recordatorios a la mano: como para que no se nos suban a la cabeza los humos de haber tomado alguna vez un curso de Historia del Arte. Si algo nos recuerda el arte, a cada rato, es que, a grandes rasgos, nadie es mejor que nadie más. Si algo hace el arte es generar un espacio donde todo es admitido: desde los murales izquierdosos de Egüez hasta curadurías pretenciosas; desde vírgenes talladas en madera, hasta grafiti… la lista es larga: sinfonías, reguetón, novelas de 600 páginas, fotografías de colibríes, pintores de El Ejido, video arte, tatuajes, cine de terror… El mayor riesgo, para mí, no es hacer arte malo y sobrevalorado (eso está por todas partes) sino que alguien empiece a decidir qué es arte y qué no.

Nadie debe tener un patatús. Lo más probable, a la larga, es que el mural de la Prefectura pase desapercibido. El arte oficial puesto en el espacio público produce ese efecto. Creado para conmemorar y ser visto por muchos a lo largo del tiempo, pronto pasa a conmemorar su propia invisibilidad. Hay monumentos y murales que están ahí todos los días, recordándonos que nadie los regresa a ver. Quizás en eso debemos concentrar nuestras fuerzas: en ver nuevamente lo que ya está.

 

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