Durante mi ya larga vida en la acogedora Guayaquil, pude conocer y honrarme con la amistad de figuras descollantes en diversos ámbitos de la actividad humana. Entre ellas, emergen con nitidez las figuras del escritor y político Enrique Gil Gílbert y de su esposa, la artista y dirigente social Alba Calderón.
A su retorno del exilio y prisión a que los condenó la junta militar de 1963, establecimos un contacto amistoso cercano. Sabía de los altos méritos de Enrique, de su participación en el mítico Grupo de Guayaquil, que marcó un punto de inflexión en nuestra literatura, así como del segundo premio obtenido por su novela “Nuestro pan” en el concurso de novelas inéditas latinoamericanas, promovido por la Editorial Farrar & Reinhardt en 1941, que otorgó el primero al peruano Ciro Alegría por “El mundo es ancho y ajeno”, con un jurado presidido por John dos Pasos.
Había leído su antológico cuento “El Malo” y los “Relatos de Emanuel”, texto precursor de lo mejor del “boom” de los 60. Pude entonces conocer al ser humano, gentil y bondadoso, que relataba con gran sencillez sus vivencias junto a las más destacadas figuras de las letras ecuatorianas y mundiales, sus compañeros Gallegos Lara, De la Cuadra, Diezcanseco y Aguilera, el ruso Ilia Ehrenburg, el chileno Pablo Neruda, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el cubano Nicolás Guillén, entre otros.
Estaba muy orgulloso de ser guayaquileño y narraba en forma amena las características de la vida montubia y las tradiciones del pueblo de la urbe: de sus carpinteros de ribera, artesanos y obreros. Era solidario y afectuoso; nos acompañó en nuestro matrimonio y en el fallecimiento de mi suegro, el ciudadano libanés Antonio Hadatty Harb. Siempre recordaré las tertulias que presidió en el Café-Galería 78.
Su militancia política se inició desde muy joven en las filas del Partido Comunista, al que también perteneció Alba, habiendo alcanzado en él altas dignidades. El precio que pagaron fue muy caro: prisiones, destierros, pérdida de sus bienes y de muchas de sus obras en los allanamientos y destrozos que se efectuaron en las casas en las cuales vivió.
Su amistad con el dirigente Pedro Saad Niyain fue estrecha y ejemplar. Cuando enfermó, procuré no faltar ningún día a la clínica Guayaquil, donde falleció el 21 de febrero de 1973. Una dolida Alba dijo que la mitad de su existencia se iba con él. Vaya para Enrique este emocionado recuerdo de una etapa irrepetible e inolvidable.