La pandemia modificó para siempre a la sociedad contemporánea. La prensa, la política, el trabajo, la familia y la educación son algunas de esas instituciones que se obligaron a funcionar de forma de distinta y que aprendieron a hacerlo. No habrá marcha atrás.
El trabajo de escritorio y la educación en ciencias humanas migraron a la virtualización y esa es una realidad irreversible. Ni siquiera cuando la vida vuelva a normalizarse los trabajos y clases podrán cumplirse como antes. Las aulas, oficinas y talleres deberán ampliarse para separar con varios metros de distancia a las personas y otros estudiarán y trabajarán desde otros lugares. Lo mismo pasará con el teatro, el cine y los encuentros musicales y deportivos. Nada será como antes.
No se puede decir lo mismo de la educación o de los empleos que proceden de la operación de instrumental en laboratorios, industrias o quirófanos. Pero en otras formas de enseñanza en los niveles más avanzados, así como en los trabajos, deberemos acostumbrarnos a cumplirla de forma parcial o totalmente desde lugares distintos y a través de dispositivos digitales.
La virtualización no es sinónimo de abaratamiento de los costos. Los profesores y trabajadores tienen que pagar servicios básicos e inclusive el internet. Las universidades dejan de pagar el mantenimiento de los aularios pero tienen que invertir en plataformas docentes y en bibliotecas virtuales. Pero el gran patrimonio de la educación, que es la responsable de instruir a los trabajadores, procede de la calidad de sus docentes, de sus comunidades académicas, y de la seriedad de sus programas formativos.
¿Cómo se arma un programa formativo, una malla curricular, un plan docente, un sílabo, una guardería, una escuela, un colegio, un instituto técnico o tecnológico una licenciatura, una ingeniería, una maestría, un doctorado? Se arma con el aporte de centenares de profesionales. Y aun así hay quienes reclaman sin entender de dónde proceden esos esfuerzos. (O)