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El Telégrafo
Juan Carlos Morales

Diógenes, el cínico, y el rey

17 de diciembre de 2020

Frente al barril de Diógenes de Sinope –el cínico- se planta el más poderoso guerrero: Alejandro Magno, quien extendería sus dominios por la Hélade, Egipto, Anatolia, Oriente Próximo y Asia Central, hasta los ríos Indo y Oxus. Cuentan que este macedonio, antes de entrar a la vigilia del sueño, revisaba bajo la almohada sus dos armas: La Ilíada y una espada, aunque no era casualidad puesto que su preceptor fue Aristóteles, quien refiere en la Poética que fue Esquilo quien introdujo el segundo actor, disminuyendo la importancia del coro.

Acaso el diálogo que mantuvieron el filósofo y el conquistador es un teatro que continúa representándose hasta nuestras días, porque es la disputa entre dos maneras de concebir el mundo. Mientras Diógenes vivía como un vagabundo, rechazando los lujos de la sociedad y cuyas pertenencias eran un zurrón, un báculo, un manto, un cuenco (hasta que un día miró a un niño beber con sus manos y se desprendió de él), Alejandro el Grande sería ensalzado desde Julio César a Napoleón, otros amantes de la guerra.

El encuentro de estos dos hombres –el uno que amaba la frugalidad de la vida y el otro que pretendía unificar a Grecia- tuvo lugar en Corintio. Pero el encuentro no fue fácil, puesto que Diógenes no tenía ninguna casa sino moraba en un tonel.

El historiador Plutarco narra el acontecimiento. “Cuando el conquistador se dirigió a él saludándole y le preguntó si quería algo de él, Diógenes respondió: “Sí. Apártate que me tapas el sol”. Se cuenta que Alejandro se quedó tan impresionado por esta respuesta y sintió tanta admiración por la altivez y la grandeza de este hombre que parecía no sentir sino desprecio hacia él que exclamó, ante la burla de sus seguidores: “Si no fuera Alejandro Magno, me hubiera gustado ser Diógenes”.

Dión de Prusa afirmaba que sí mantuvieron un diálogo y que el filósofo cambió el sentir del poderoso líder: “Si conquistas todo Europa –incluso África y Asia- pero no beneficias al pueblo no eres útil”. Alejandro, envenenado a los 33 años, no pudo ver cómo sus generales se disputaban a dentelladas su Imperio, que como todos se extingue.

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