Llevó siglos y sangrientas luchas sociales entender que ciertas diferencias entre los seres humanos, tales como el color de la piel, de cultura, de sexo, de religión, de origen nacional o de orientación sexual no conllevan una menor dignidad como personas. El negar derechos a ciertos grupos debido a esas diferencias se develó como inhumana discriminación.
En su momento, las revoluciones liberales alrededor del mundo levantaron la bandera de la igualdad ante la ley para demoler estamentos y privilegios que abrían abismos entre personas distintas. Desde la izquierda se insistió en el rol de las condiciones materiales para lograr una igualdad más real. Pero solo con el holocausto de la Segunda Guerra Mundial se tomó definitivamente conciencia de cuan letales son las ideas de odio hacia quienes son distintos.
Más ahora, con estupor, observamos cómo se criminaliza a los inmigrantes, se degrada moralmente a los homosexuales, mientras se reactiva el racismo, el machismo y el colonialismo. Es más, estas odas a la discriminación se esgrimen apelando a y distorsionando las nociones de democracia, de nación, la ley.
Probablemente la mayoría de quienes votaron por Bolsonaro no son ellos mismos racistas, ni homófobos o xenófobos, pero no deja de resultar escandaloso que hayan llevado al poder a un político, a dirigentes y grupos que sí lo son. Lo inaceptable, lo intolerable, ahora se vuelve apenas un desliz, cuando no es algo digno de ignorar.
La democracia debe tener como supuesto la igualdad. Pero para el nuevo Presidente de Brasil, según sus propias palabras, una mayoría electoral transitoria puede excluir, someter y hasta criminalizar a quienes piensan diferente. Esta visión sin duda cuestiona las bases mismas de la democracia moderna erigida sobre derechos y en particular sobre la igualdad.
El desafío actual del constitucionalismo es defender y desarrollar una democracia basada en una concepción consecuente e integral de igualdad. (O)