Luego de que el Consejo de Participación Ciudadana Transitorio ha anticipado la terminación de funciones de varias autoridades públicas, el país está ingresando a una complicada etapa de designación de las nuevas autoridades. ¿Pero qué aprendimos al respecto durante estos últimos años?
El drama de Ecuador no es que no existan personas éticamente adecuadas para liderar sus instituciones públicas, sino que se propendió a excluir a muchas personas idóneas de esas funciones. Esto no es sorprendente cuando los criterios de selección de esas autoridades fueron más la obediencia que el mérito, la “lealtad” personal antes que la firmeza de principios, la capacidad y el sentido de servicio al interés público.
El decenio de Correa fue un perfecto ejemplo de este proceder. Varios dirigentes políticos honestos e independientes que integraron ese gobierno fueron tarde o temprano excluidos o marginados, o simplemente se separaron ellos mismos. La ruptura con el correísmo, liderada por el presidente Moreno, fue el mayor desenlace de este proceso.
Con importantes ingresos públicos, controles institucionales intencionalmente debilitados y una cultura de designación de incondicionales, el correísmo acrecentó la corrupción pública que ofreció combatir.
Más allá de las condiciones personales de quienes desempeñan funciones públicas, las deficiencias de las instituciones de control y la falta de participación social son otras dos condiciones que propician la corrupción. La participación de la sociedad es fundamental. Si la propia comunidad no se informa, no actúa, no denuncia, por supuesto que la corrupción crece.
Todo autoritarismo para concentrar el poder nombra incondicionales, y debilita o elimina las limitaciones y supervisión propias del Estado de derecho; traza así un camino que pasa por el abuso y se orienta a la corrupción. En contraste, toda democracia que quiere consolidarse debe elegir bien a sus autoridades y controlar al poder. (O)