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El Telégrafo
María José Machado

Fui a una conferencia de Janeth Hinostroza

14 de mayo de 2022 - 00:00

El día de hoy fui a un seminario cuyo principal atractivo era la charla de Janeth Hinostroza sobre pulverizar los techos de cristal. En la tradición de pensar que el “empoderamiento” de las mujeres, en su sentido neoliberal, es tener cierta mentalidad de tiburón, intuía por dónde podría ir su conferencia magistral. Su dominio escénico, además de su belleza y claridad para expresarse, impecables. Es ahí donde yo admiro a Hinostroza, así como a una larga lista de divas ecuatorianas que tienen en común esa presencia de ánimo de Valientes, como se titulaba uno de sus proyectos de coach ontológica. Siento una gran atracción por ciertas mujeres de la derecha que podrían estar viviendo apaciblemente con su dinero y su éxito, pero que deciden involucrarse en política. Es algo que nunca entenderé muy bien –sí lo entiendo– aunque yo misma estuve algunos años en política y sé que es, como dijo alguna vez en una entrevista una lideresa indígena, un bicho que pica y que gusta.

 

Marian Sabaté nos impacta a diario con maravillosas frases de una mujer que ha conocido el dolor y que transita segura por la mediana edad con conciencia de ser, ya no parte del ganado, sino ganadera. Sus sentencias están impresas en mi alma con letras de oro, como algún día soñé, sin éxito, que estuvieran los aforismos jurídicos que con seriedad quise aprender y que repito de memoria como el concepto de la oración en la escuela, pero que han perdido su valor para mí. En cambio, cada frase de Marian es una verdadera red pill. Gloria Gallardo, figura de la derecha ecuatoriana que en los noventa tuvo un papel decisivo para que se reconozcan los derechos sexuales y derechos reproductivos, y para que se despenalice el aborto, es un ícono guayaquileño de estilo, que sonriente acompaña cuanta efeméride se celebra en el Puerto Principal. La sonrisa de Gloria me inspira y, como dije alguna vez sobre las capas de Walter Mercado: sus outfits he soñado con vestirlos.

 

Sonnia Villar, sin par diva de los años 80, 90 y 2000 es mi contacto virtual. Atrás quedaron sus años en la Feria de la Alegría y A todo dar, programas de entretenimiento vespertinos, que aún no sé por qué podíamos ver lxs niñxs de entonces. Tengo el honor de ser su amiga en Facebook y de recibir, sin excepción, su cálido abrazo por cada uno de mis cumpleaños. Alguna vez chateé con Luzmila Nicolalde y me mandó unos vibrantes stickers, floridos, de Bendiciones. Lo considero de suma importancia en mi altar personal de reliquias online. En otro artículo he escrito sobre mi secreta admiración –esa sí, culpable– por figuras como Mama Lucha y Elsita Bucaram. Razones principalmente estéticas me llevan a obsesionarme por ellas, aunque su fama de malas mujeres se la ganaron en parte con razones, no sin buena dosis de prejuicio machista en su contra.

 

Con la premisa de mi admiración por las mujeres poderosas, sin juicios escuché a Hinostroza. Hablaba, acertadamente, de cómo las estructuras económicas y sociales mantienen a las mujeres en desventaja frente a los hombres. Después habló del techo de cristal, aquella metáfora sobre la barrera invisible de prejuicios por la que las mujeres, aunque hayamos alcanzado igualdad en ciertos derechos y acceso a la educación, siempre tenemos desafíos mayores para alcanzar posiciones de poder en el espacio laboral y político. Llamó a las mujeres a “pulverizar” el techo de cristal. Sin embargo, no habló del “piso pegajoso” como parte de los conceptos para explicar las desigualdades de género en las organizaciones y gobiernos, que está compuesto por las cargas desproporcionadas de trabajos domésticos y de cuidados que impide a muchas mujeres, si no a la gran mayoría en este país, siquiera despegar. Las mujeres empobrecidas y racializadas siguen limpiando los techos de cristal de las empresarias y políticas ecuatorianas. Esa es una realidad, pero entiendo que Hinostroza habla a un público específico de mujeres: de clase media, con educación y privilegio relativo, cuyas barreras, a su juicio, son más de carácter psicológico y emocional que estructurales.

 

Y puede ser que tenga algo de razón. Está suficientemente estudiado que la socialización de las mujeres logra que desde muy pequeñas asumamos nuestra inferioridad. Hinostroza lo explica desde la naturaleza y los estudios sobre las conexiones cerebrales de mujeres y hombres. Llevamos siglos de educación que perpetúan los roles de género y una de las ideas más revolucionarias del feminismo es que nuestra inferioridad sentida y sufrida no es natural, sino es resultado de años de patriarcado, que hemos internalizado. Y es clave saber que no es natural, porque lo cultural se puede modificar, no es un destino.

 

Más allá de las diferencias conceptuales –que al final es esencial mencionar, porque premisas distintas llevan, efectivamente, a conclusiones distintas sobre qué hacer– tiene razón Hinostroza en decir que tenemos problemas comunes en nuestras vidas diarias como mujeres: dudamos mucho, no verbalizamos nuestras emociones, las ocultamos; cuando ejercemos posiciones de poder imitamos liderazgos masculinos, tenemos el síndrome de la impostora –esa sensación de no ser suficientes y de nunca estar preparadas, aunque efectivamente, los méritos sobren– dudamos todo el tiempo de nuestras habilidades, no pedimos lo que queremos, no vamos al grano, somos perfeccionistas y autoexigentes, nos postergamos y tenemos miedo. Y peor aún: hemos sido educadas con el anhelo de casarnos con un príncipe azul que nos mantenga: pero se puede morir o enamorar de otra y nos quedamos sin piso.

 

En todo eso Hinostroza tiene razón y de eso han hablado mucho los feminismos, aunque ella busca distanciarse de “posiciones extremas”. Una educación emocional machista nos programa desde pequeñas a las mujeres a asumir nuestra inferioridad, a tener un rol pasivo y a profesionalizarnos para la obediencia y la existencia relacional. Por eso es clave construir autonomía: económica, política y física. Estas autonomías acuñadas por la CEPAL están interrelacionadas porque son igualmente importantes e imposibles de desarrollarse de manera aislada. La autonomía física se refiere a la necesidad de una vida libre de violencias y a un ejercicio pleno de los derechos sexuales y los derechos reproductivos. La autonomía económica, a contar con los medios de vida suficientes y a pagar por los trabajos domésticos y de cuidados que hacemos las mujeres y por cuya sobrecarga las brechas salariales se mantienen intactas. La autonomía política es la capacidad de tomar decisiones y de participar en la vida laboral y pública en igualdad.

 

La forma de romper las cadenas, para Hinostroza, es un trabajo individual y subjetivo que no puede, de ninguna manera, ser trasladado a la política pública. Nos responsabiliza, un poco, por nuestros destinos y nos pide que seamos valientes y empoderadas, porque no hay que exigirle nada al Estado, sino que el cambio está en nosotras. En estos años de gobierno neoliberal y despojo, a no pocas nos ha tocado hacer una transición no buscada, pero obligada por la precariedad laboral, de asalariadas a “emprendedoras”, como eufemismo para ignorar o colorear nuestro desempleo y economía de subsistencia. Nos ha tocado morder el collar de perlas directamente del lodo, como Marimar, para lavarlo y vestirlo como si nada hubiera pasado porque además hay que guardar las apariencias. Hemos tenido que echar mano de los discursos motivadores de las charlas de YouTube y de los best sellers para las personas altamente eficientes, cuando no las sopas de pollo para el alma.

 

Quizás en otro momento, de no conocer el fracaso (que en realidad no es fracaso sino capitalismo) no hubiéramos acudido a un material que, por ignorancia, privilegio o un exceso de prejuicio intelectual pudimos juzgar como “subliteratura”. Es cierto que el cambio en la subjetividad es importante y para eso, no es fácil plantearlo solamente como una cuestión de responsabilidad individual. Los suelos pegajosos para la gran mayoría de mujeres también tienen que ver con situaciones de salud mental no resueltas. Miles de mujeres viven violencia o la sobreviven y eso deja profundas secuelas en la salud física y mental. No es tan fácil, de un momento al otro, decidir que una debe salir de un cuadro de estrés postraumático que tiene su propio curso y que debería ser, idealmente, acompañado por profesionales. Queremos ser libres, no Valientes.

 

Pero los argumentos de Hinostroza no dejan de ser atractivos y, ciertamente, movilizadores para tomar decisiones. Tomé nota en mi celular. Nos dijo que debemos dejar de dudar tanto para elegir. Que debemos hacer el ejercicio diario de simplificar nuestras vidas sin darle vueltas. Que debemos hablar claro, perder el miedo, aprender cosas nuevas, ejercer liderazgos sin perder nuestra esencia, saber que somos capaces, ir por las cosas y no esperar que caigan del cielo. Que no debemos limitar los anhelos de las niñas con prejuicios de género. Mentalidad de tiburón. Si el tiburón deja de ir hacia delante, se hunde. Eso nos pide Hinostroza. Su charla, sin mentir, me motivó. Inmediatamente envié varios mensajes –por mail y WhatsApp– que había estado postergando por vergüenza y por miedo. Uno de ellos se relacionaba con una tarea que no he podido cumplir con uno de mis clientes, a quien le expliqué lo sucedido. Sentí mucho alivio. Me fui a caminar por las calles con la valentía de una mujer empoderada. Tuve conversaciones incómodas, pero necesarias. El espíritu de Hinostroza se apoderó de mí.

 

No puedo estar de acuerdo con las premisas ni con las conclusiones, pero sí con ciertos hechos, comprobados, sobre la socialización femenina. Ni la naturaleza nos creó así, porque, de lo contrario, podría ser dolorosamente inmodificable esa condición que nos mantiene en desventaja; ni la soluciones pasan –únicamente, ni en su mayoría– por decisiones y cambios individuales. De hecho, Nuria Varela, en una charla que conservo en un cuaderno y que atesoro, dijo con claridad que una mujer “empoderada” no hace feminismo y quizás no aporta absolutamente nada al avance de las mujeres en particular y de la sociedad en general. Los feminismos liberales pontifican a las mujeres “pioneras” que en realidad tienen importantes méritos, pero que también han disfrutado de una serie de privilegios como la cisheteronormatividad, la riqueza, la educación y la blanquitud. De hecho, ciertas historias del feminismo, eurocentradas y blancas, son las historias de éxito de mujeres ricas, que tienen su importancia, pero también sus sombras y una serie de luchas populares y colectivas detrás para posicionarlas donde estuvieron, donde están. El feminismo entendido como todo me lo gané yo, nadie me regaló nada, sin reconocer la lucha de las ancestras y nuestra deuda histórica para dejar un mundo más justo para las mujeres que vendrán, es puro discurso individualista sin contenido político.

 

Las feministas negras, chicanas, indígenas, lesbianas y trans han impugnado decididamente la idea del feminismo como un dispositivo “liberador” de unas mujeres por encima de los derechos de la mayoría, o como un pretexto para situar en posiciones de poder a unas mujeres privilegiadas para reproducir las mismas lógicas machistas y jerárquicas del poder o para insertarse como mujeres en instituciones y espacios patriarcales por esencia como la policía y los ejércitos. No han faltado feminismos de la diferencia que han hablado de la propia política como un terreno no apto para las mujeres o a las mujeres como seres esencialmente superiores en ética y eficiencia. La experiencia nos dice varias cosas: la primera, que es importante estar, la segunda, que podemos cometer los mismos errores que los hombres: corrupción, abuso de poder y negligencia pero que seremos juzgadas con mucha más dureza por eso y que lo que haga mal una mujer en el poder nos descalificará como género para ejercer labores públicas; y, finalmente, nos dice que la única manera de que existan leyes, políticas y sentencias beneficiosas para nosotras es estando nosotras. Así que hay que seguir.

 

Yo tengo mis diferencias con Hinostroza, pero su espíritu me tomó hoy, para importantes decisiones de vida. Esa misma fuerza otras mujeres, sabias, conectadas consigo mismas, con sus ancestras, o con la energía de la Diosa Madre, la toman de fuentes más místicas o más progresistas y críticas. Yo tomé esa energía de ella hoy. Sus palabras terminaron motivándome, aunque políticamente no coincida con ella, y aunque difiera del todo en su idea de que no hay que exigirle nada al Estado. Esa parte del discurso es incluso, perversa, porque la responsabilidad del Estado es ineludible y es la única forma, a través de la política, de mejorar las condiciones de vida para una mayoría de la población. Evidentemente hay toda una ideología detrás del feminismo a lo girlboss. No lo podemos ignorar, ni por su negación de las desigualdades estructurales y de los techos de cemento y no de cristal de la mayoría de las mujeres; ni por la individualización de la responsabilidad tan conveniente al discurso y al despojo neoliberal, ni por la desaparición de los agresores, deudores de pensiones alimenticias y del Estado como responsables de las violencias que vivimos y a las que sobrevivimos la mayoría de mujeres de este país.

 

El trabajo individual, por supuesto, es importante, y no es que no se haga. No conozco una sola mujer, sobre todo jefa de hogar, que no se parta la espalda todos los días por salir adelante. Es cierto que, si no trabajamos en aspectos emocionales como nuestra autoestima, podemos ser mucho más vulnerables a repetir círculos de violencia, pero nada nos hace inmunes. Solo la inversión del Estado, solo los programas profesionales y acompañados para prevenir, acompañar y sobrevivir a la violencia; solo la provisión de rentas básicas universales, medios de vida y exigibilidad de derechos pueden hacer la diferencia. Entretanto, que la fuerza de Hinostroza nos tome para ciertas valentías cotidianas. Pero, por sí sola, no va a pulverizar el techo de cristal ni a despegarnos del suelo pegajoso.

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