La obsesión por modelar comportamientos humanos frecuentemente nos hace caer en el error de la ahistoricidad. Las ciencias sociales, con su eterna aspiración de convertirse en exactas, son las culpables. Con candidez, creemos que las sociedades están compuestas por autómatas que responden homogéneamente a incentivos y estímulos.
Gastamos enormes energías en descubrir elegantes fórmulas que descifran patrones de comportamiento supuestamente universales. Claro, siempre bajo supuestos. Esta manía –aparentemente inofensiva– es el origen de teorías facilistas que simplifican la interpretación de eventos socio-políticos. Es allí donde el sereno suele convertirse en tempestad.
Es posible interpretar el arribo de un extremista en Brasil como respuesta a una tendencia. Esa tendencia es un efecto de un período de políticos de izquierda que arribaron al poder y que cometieron aciertos y errores. La academia los etiquetó tempranamente como la “marea rosa” y solo acuciosos anotaban su mixtura interna: no es lo mismo Uruguay que Venezuela, ni el Partido de los Trabajadores que la Nueva Mayoría.
Hoy, que el apoyo se desgastó, es muy tentador aducir pretextos empolvados, excusas novedosas y, sobre todo, causas comunes. Por supuesto, esto también es una táctica: la mejor forma de ventilar un error es aducir problemas superiores.
Una respuesta responsable debe reconstruir las especificidades históricas. Debe evadir el peligroso mensaje de “todo político es malo” o que el ciudadano debe alejarse del debate. Debe enfrentar los pecados, procesarlos y reconstruir. Esto no requiere esfuerzos científicos avanzados, pero sí una dosis adicional de humildad. Una humildad que quizás implique empezar de cero: analizando lo bueno y descartando lo malo.
Lo otro es esconderse entre fanatismos, personalizar los procesos y pensar que nada ha pasado, provocando que experimentos fascistas sonrían. Si llega un Bolsonaro a Ecuador no será por una corriente homogénea y modelable, sino por la irresponsabilidad de incendiar y no reconstruir. (O)