Nacido en Actopan, Estado de Hidalgo, el mexicano Yuri Herrera sabe, a sus 44 años, que la escritura está libre de toda certeza. Lo dice no solamente al reflexionar sobre su oficio de narrador, sino en cada una de sus novelas que desde 2004 han circulado con gran éxito en varias latitudes del planeta. Los Trabajos del Reino (Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2004), su primera novela, mereció el Premio Binacional de Novela Border of Words, y en 2008, tras ser editada en España, la obra fue reconocida con el premio Otras voces, Otros ámbitos, por un jurado compuesto por 100 personas, que vio en la escritura de Herrera la presencia de una inusitada fuerza y poesía. Con sus novelas Señales que precederán al fin del mundo (Periférica, 2008), y La transmigración de los cuerpos (Periférica, 2013), Yuri ha confirmado su presencia en las planas mayores de la narrativa latinoamericana actual. Aquí comparte algunos puntos de vista sobre su trabajo. México está presente como telón de fondo de su trabajo literario. Su cotidianidad, su oralidad, sus formas particulares. ¿De qué forma la realidad de su país se adentra en su oficio de novelista? Hables de extraterrestres, vampiros adolescentes, o hobbits, siempre estás hablando de ti mismo y del mundo que conociste y te preocupa. Aunque llevo un tiempo viviendo entre México y Estados Unidos, nunca dejo de regresar a mi país: la mayor parte de gente que quiero, de los temas que me preocupan, de la información que consumo tiene que ver con la realidad mexicana. Esto es lo que informa a las historias que cuento. Pero no es que haga un intento deliberado por hablar de la realidad mexicana. Las virtudes y posibilidades de la literatura no están en su capacidad para reflejar la realidad, sino en su capacidad para poner la luz sobre ciertos temas que no aparecen en otras formas de escritura o que no aparecen dentro de la esfera pública cotidiana. La literatura no sirve tanto para denunciar como para reflexionar y mirar desde otro lugar la realidad. En este sentido, sí,  la realidad mexicana aparece en mi trabajo y lo hace por la vía del lenguaje. Para mí es muy importante regresar a México, entre otras cosas, para escuchar cómo la realidad se convierte en lenguaje. No es que el lenguaje sea simplemente un espejo de la realidad, sino que le añade algo a ella, y siempre es su interpretación, una toma de posición frente a la realidad.   La realidad pasa al lenguaje, en gran medida, debido a la oralidad. ¿Identifica alguna tensión entre lo escrito y lo oral a la hora de ejercer su oficio? Permanentemente. La escritura tendría que suponer una pausa antes de convertir el mundo sensible en lenguaje. Frecuentemente la versión oral tiene que ver más con cómo, en el diálogo cotidiano, automático, se llega a cierto estado de lucidez. Defiendo que el lenguaje oral es otra forma de lucidez que llega a definiciones, a descripciones diferentes de las que hacen los periodistas o académicos. Por eso creo que es un material tan valioso como otros para las creaciones de literatura.   Pero el sujeto social, a parte de la oralidad, enfrenta su realidad también con la experiencia personal. ¿Su vivencia forma parte importante de su paisaje narrativo? Es inevitable que uno esté hablando de su experiencia personal porque es lo que le da volumen y gravedad a lo que estás diciendo, y para que esto les importe a los demás primero tiene que importarte a ti mismo. Esto no quiere decir que la única manera en que puedas hacer algo que valga la pena sea a través de la autobiografía. La experiencia personal es parte de esos materiales que te sirven para construir un objeto artístico. También están las lecturas, la reflexión, la recolección de los muy distintos insumos lingüísticos que tenemos a la mano, que van desde la televisión, las pláticas en las cantinas, escuchar lo que está sucediendo en la mesa de al lado, etc. Uno tiene que ser, en ese sentido, una especie de buitre que va robándose todos los insumos que tiene a su alrededor.   ¿El objeto artístico narrativo, desde su mirada, aglutina a su alrededor preocupaciones estéticas? ¿Cuáles? Una cosa en la que insisto es que la forma y el fondo, para mí, son indistinguibles a la hora de hacer literatura. La elección de cada palabra implica una decisión ética, estética, política; si uno no tiene conciencia de las múltiples denotaciones que tiene una palabra está perdiéndose una gran oportunidad  a la hora de escribir. A veces me dicen que les parece un poco obsesiva mi manera de escribir porque trato de escoger cada palabra a la hora de hacerlo. Para mí, eso tendría que ser uno de los fundamentos del oficio: tienes la hoja en blanco y, en ella, la oportunidad de llenarla con tus propias palabras, vale la pena reflexionar el sentido de las que vas a utilizar. Reflexionar quiere decir notar cómo suenan las palabras, qué connotan, qué sugieren más allá de lo que connotan explícitamente, y qué van haciendo juntas entre ellas. Incluso el ritmo en el que las pones también produce significado más allá del significado específico que puedas encontrar en el diccionario de forma individual.   Pero pienso que del otro lado de esa precisión está la erosión de significados que, en países como los nuestros, experimentan ciertas palabras. ¿Tocarlas, como en el caso de la narrativa de la violencia, implica el reto de dotarlas de un nuevo significado? Esta es una de las cosas que la literatura ha hecho a lo largo del tiempo. Lo ejecuta de dos maneras. Por un lado, permite encontrar nuevas formas denombrar aquello a lo que nos hemos acostumbrado, (o los términos a los que nos han acostumbrado otros) Por otro lado, permite tomar las mismas palabras y apretarlas, llevarlas a su límite, ponerlas en un nuevo contexto y hacer que digan lo que decían originalmente.   Su primera novela, Trabajos del Reino (2004) sería un buen ejemplo. Para ella tomé como modelo el estado de cosas entre México y Estados Unidos, el estado de su frontera en la que es central el tema del narcotráfico. Decidí que en la novela no aparecerían las palabras México, Estados Unidos, narcotráfico, droga. Si lo hacían, era acudir a una serie de términos que ya está demasiado codificada, manoseada y que no me permitía contar la historia con sus propias palabras. La manera que elegí —pensé— permitía que el lector reconstruyera estos conflictos sin acudir a términos que parecían agotados.   El tema central de esta novela enfrenta al artista y el poder. Una lectura inmediata haría suponer esa relación, cada vez más abrasiva, entre el escritor y el mercado. ¿La independencia a la hora de escribir sigue siendo un elemento importante en su producción literaria? El mercado es un espacio en el que se acumula poder. El asunto con los artistas es que en todas las épocas tienen que ir afirmando su autonomía, encontrando sus espacios para la creación autónoma ante los distintos tipos de poderes que pueden coartarlos o limitarlos. Uno de ellos es el Estado; otro, los mecenas. No existe tal cosa como alguien que esté totalmente al margen de los poderes, es decir, en la medida en que depende de la circulación de sus textos, ya depende del mercado. A lo largo de la historia, sin embargo, los artistas encuentran la manera de darle la vuelta a estas presiones. Esto explica buena parte del barroco, por ejemplo, o cómo puede seguir haciéndose arte bajo regímenes totalitarios, cómo pueden seguirse haciendo obras originales aun cuando el mercado se convierte en una presión que estandariza, apuesta por la superficialidad y por la producción en masa. Es un desafío, pero creo que sí es posible escapar a estas presiones.   ¿Ante esas presiones existe alguna responsabilidad especial del escritor? No creo que haya una responsabilidad universal del escritor en este sentido. Independientemente de que lo asuman o no, la literatura termina por ser esa voz alternativa a las voces hegemónicas estandarizadas. La responsabilidad individual de cada escritor varía con el estado del debate en cada lugar, con las urgencias que existen en cada lugar. No creo que haya una única responsabilidad que se les pueda achacar a todos los escritores.   Su segunda novela, Señales que precederán al fin del mundo (2009), tiene una presencia especial del mito. ¿Qué hay en él que le llame la atención? Las palabras a las que acudimos tienen historia. Esa historia también tiene su historia. Nosotros estamos acudiendo a relatos antiquísimos, a palabras antiquísimas, sin tener plena conciencia de todo el equipaje que ellas traen. Los mitos son como estas historias: tienen el equipaje más rico que existe porque no es que se hayan cristalizado en alguna época y que ya no sean afectados por el devenir histórico, sino que se van enriqueciendo, cobrando nuevo significado, ganando densidad. Me parece interesante tomar las historias más viejas, tomar los símbolos más antiguos, y ponerlos en un nuevo contexto, a batallar en circunstancias actuales, con las historias actuales. A partir de este enfrentamiento, me parece que pueden surgir chispas que son las que pueden convertir al lector en un ciudadano reflexivo.   Su relación —ha dicho— más que con la originalidad se teje con la precisión de las palabras. Dada la historia que cada una de ellas tiene ¿es posible ser preciso con su uso? Creo que sí, pero hay que ver a qué nos estamos refiriendo con precisión. A veces, una noción común mira la precisión como si una única palabra le correspondiera a cada cosa. Esa no es la manera en que yo entiendo el ser preciso. Para mí, tiene que ver con cómo encuentro la palabra que de manera más justa exprese mi visión particular sobre un objeto, una acción, una emoción. En ese sentido uno no necesita estar buscando la originalidad, sino que encuentras la precisión a partir de la paciencia con la que elijes cada palabra para que refleje eso que tú estás viendo o escuchando. Así la originalidad pasa a segundo término.   Ahora que se piensa al lenguaje en riesgo de ser mutilado por las formas actuales de comunicación escrita ¿pensar en la precisión de las palabras es otra forma de pensar en una resistencia desde la escritura literaria?  Sí, pero esa resistencia se puede dar desde las redes sociales también. No estoy tan peleado con lo que le está sucediendo al lenguaje en las redes. También la literatura más conservadora y ortodoxa mutila al lenguaje, sino veamos los libros de autoayuda, los best sellers, para encontrar lo que le están haciendo al lenguaje. Eso me parece una mutilación mucho más contundente de lo que hacen los muchachos a través de los medios electrónicos de comunicación. Insisto en que hoy se lee y se escribe, por mucho, más que en toda la historia. Esta es la ‘edad de oro del lenguaje escrito’, en muchos sentidos. Puede que la gente no esté leyendo novelas y que solo lea tuits, puede que no esté escribiendo las grandes novelas y solo haga mensajitos por teléfono. Pero esa es solo una de las distintas maneras en que el lenguaje está evolucionando. Me parce que esto no anula lo otro, que esto no significa que se hayan acabado los lectores de novelas largas, simplemente están conviviendo los dos tipos de cultura escrita y de lectores. Uno puede escribir tuits también con creatividad y puede verlo como un espacio lúdico. Incluso lo que a veces se ve como mutilación del lenguaje, porque muchos usuarios no respetan las reglas ortográficas, a larga también habrá allí algún hallazgo, no digo todo, pero algo se irá modificando ahí que la literatura también sabrá aprovechar.   Su más reciente novela, La Transmigración de los cuerpos (2013), propone la idea de una resignificación del cuerpo. Esto podría empatar con las propias resignificaciones del escritor. ¿Quizá las preocupaciones de hoy no son las mismas de hace unos años en su oficio literario?  No me he planteado una agenda que indique cuáles son mis preocupaciones y cuál mi estilo. Esto es algo que voy reconociendo más bien en retrospectiva. Así veo elementos comunes en las tres novelas, personajes, mediadores que utilizan la lengua, y eso es algo que no había pensado en primer momento porque para mí eso no era el núcleo de cada texto sino una cosa distinta. En la medida en que voy teniendo ciertas experiencias y voy acumulando lecturas y críticas, voy dándole nueva forma a lo que hago, pero no es parte de un proyecto original que me haya dicho: “Esto que hago tiene que ir por ahí”.   ¿Le ha servido más la intuición que las certezas? Esa es parte fundamental de la escritura de ficción para mí. Uno puede creer que tiene control absoluto sobre el texto pero este siempre va a tener una vida posterior a lo que tus certezas te han dicho. Uno puede intuir los distintos sentidos del texto, como puede intuir las distintas maneras en que se lee una anécdota, pero para mí la intuición es uno de los músculos de la escritura y es lo jodido de esto. Es un músculo que tiene vida propia. Uno también tiene que obedecer a estas cosas que te pasan por la cabeza, que no te enseñan  en ninguna escuela o taller, a esa especie de olfato que indica por dónde va el camino.