Retrato
Yo soy Malva Malabar. Relato del nacimiento de una diva queer
En 2006, en Madrid, yo era un homosexual en exilio. Esto puede leerse como algo pretencioso, pero lo triste de esta verdad, o quizás lo nimio, es que es una verdad que he tenido que ir entendiendo o construyendo a medida que los años han pasado.
Salí del Ecuador 3 años antes de la despenalización de la homosexualidad masculina, mediada por un vergonzante acuerdo del Tribunal Constitucional, que si bien descriminalizaba de hecho, patologizaba una condición connatural en mi persona: el gusto por los miembros de mi propio sexo biológico, mi orientación sexual.
La mujer que vive en mí, dormía.
Aun en reuniones proselitistas y de militancia, en los años ochenta, yo vagaba en un mundo dividido entre lo que mis padres creían y me ensañaban con corrección como dignas reivindicaciones humanas y aquello que era fundamentalmente divertimento, descubrir el hacer sexual, hacerme hombre frente a mis deseos, que coincidentemente eran los cuerpos gloriosos de mis amigos de adolescencia. Luego, a la caída de los paradigmas se vino, irrenunciable, el reconocimiento de que las luchas son en nuestro propio cuerpo.
Ese es el contexto, los antecedentes.
Viví inocentemente mi proceso de transición entre el homosexual al gay, en una España que lo hacía también de la sociedad pre-gay a la gay, como diría el fantástico Oscar Guash en su ensayo La sociedad rosa. Luego vinieron lecturas más críticas de la mano de las feministas que me depositaron en aquel año en que transido de locura y Prozac escribí La huida del mundo real, un poemario homoerótico cuyo destinatario, si nos referimos en psicoanálisis, no fue sino un similar al que yo quería contarle cómo era para mí el amor entre los hombres. Fue también producto de una catarsis romántica con un hombre que tuvo su momento en mi vida.
No sé cómo leí en Internet —no había Facebook todavía— que en Cuenca del Ecuador se convocaba a una Bienal de Poesía y cuando decidí mandar el poemario, se me ocurrió que la mejor manera de solapar su decidida marca homosexual era aprovechar el método de confidencialidad del mentado festival. Pensé en que el color malva es muy feminista pero que también suena a nombre de mujer, una mujer que juega, que se arriesga, una mujer que lo hace en el escenario puede apellidarse malabar, como si del desequilibrio, del riesgo de caer pudiera significar el sintagma final: Malva Malabar.
Mientras yo disfruté, lejos del ‘paisito’, de una libertad regalada, mis compañeras y compañeros, sobre todo mujeres ‘transfemeninas’, dieron una batalla definitiva en pos de mejorar sus derechos. Vanamente llegó a Europa la noticia de que grupos de homosexuales hasta se encadenaron en ciertos consulados para reclamar la despenalización de la homosexualidad. Solo entonces, sentado en el amplio sofá del Estado de derecho europeo, me di cuenta que cuando me quedé había hecho básicamente una elección de autoexilio. Que no podía volver a un país donde apenas se había logrado descriminalizar algo que era constitutivo en mí.
¿Pero qué significaba esta ‘penalización’? Era la certeza de que si tras una denuncia o una furtiva redada en un ‘local de ambiente’, discoteca o bar, y tras una imputación penal, yo hubiera sufrido —como muchos sufrieron— un proceso criminal, en un juzgado penal, que sancionase un crimen: ser homosexual, que era muy similar —y entraba en un gran significante nebuloso— a ser transexual, travesti o lesbiana. Esos. Los raros sexuales. Pero no solo eso. Si, por ejemplo, yo rentaba un departamento y el dueño de casa no me denunciaba por hacer entrar, noche sí y noche también, a docenas de efebos con los que saciaríamos las sedes de la lujuria, él mismo podría convertirse en ‘cómplice’ o ‘encubridor’ del hecho delictivo.
En estas circunstancias, llegó el año 2007, y como una rueca enorme, la hélice de la crisis del capitalismo mundial empezó a arrojar gente a la miseria, obreros, trabajadores, como a ustedes más se les antoje. Yo, en esa Europa, perdí el trabajo y debía moverme. Envié un par de correos electrónicos y el eco en el Ecuador me brindó una invitación a dar clases de actuación en el naciente INCINE, iniciativa de Lissette Cabrera y Camilo Luzuriaga.
Una de mis principales decepciones al volver como hijo pródigo fue ver que en esos largos 15 años de ausencia, esta sociedad se había vuelto muy violenta y muy machista. ¿Pero es esta la sociedad que despenalizó la homosexualidad hacía ya 10 años? Sí, y esta afirmación significaba adosar el proceso ecuatoriano al proceso mundial de la normalización gay. Ahí donde un movimiento social se levantaba para denunciar y reclamar sus derechos, el capitalismo lo cooptaba, ponía nombre y marca; las marginales, las maricas, las cholas, las sucias quedaban apartadas una vez más y la alfombra roja era dispuesta para el hombre blanco gay de clase alta. Yo.
En las múltiples invitaciones a lanzamientos de libros, mesas redondas, coloquios, o vernissages, que empecé a recibir como retornado de las Europas (uno no pierde ese charming hasta que pasan un par de años, luego, como diría una especial amiga del arte contemporáneo y visual ecuatoriano, tienes que irte de vez en vez para renovar la sofisticación), aparecía recurrentemente una figura odiosa: la mujer florero. Muchas amigas y compañeras importantes como artistas, como mujeres, como personas, jugaban y juegan de vez en vez ese rol.
Escenificación: ‘emperifolleo, perfumeo, sonriseo’ de los participantes y de repente con telón o sin él, empieza el acto. Una mujer, en minifalda, maquillada y con zapato de taco dice algo como: “Muchas gracias, señoras y señores, por asistir a este evento (la palabra evento nunca falta), a continuación les hablará el doctor (nombre del susodicho) e inmediatamente aparece un hombre. Da igual qué tipo de hombre es, lo importante es que el hombre tiene la palabra científica, política o artística.
Así, decidí que Malva aparezca cuando la gente espere a León. Me vestí con ropa de mujer. Me maquillé perfectamente —nunca recibí clases de maquillaje, cosas que tiene ser maricón, los genes, supongo—, calcé tacones y me dirigí a una prestigiosa galería de arte recién inaugurada y adosada a una facultad de ciencias sociales de la región. Entonces ‘di el espectáculo’.
Esto de ‘dar el espectáculo’ es fundamental, porque yo hacía esto en una mezcla de inocencia, ingenuidad y deseo. El deseo es muy importante para las lecturas morbosas. Sin embargo, con 15 años de profesión escénica en mis espaldas, la lectura de aquello que hacía, mientras lo hacía, me develó una reflexión de peso: el problema de la representación y la feminidad.
Por demás está narrar el rosario de reacciones descontextualizantes y descontestualizadas de muchos amigos y conocidos que, al verme entrar de mujer, no sabían si extenderme la mano o darme un beso, como lo harían con muchas mujeres con quienes flirteaban en estos oportunos actos que son ya parte de los preámbulos amatorios, y que lamentablemente, a veces se reducen a esto y luego viene la estocada.
Mi mujer me enseñó que el problema de la representación denunciaba, en mi país de origen, una tragedia burguesa: el cuerpo.
El cuerpo no miente y es contenedor de innumerables relatos. Relatos que son transparentes a los ojos de quienes transitamos en ambas direcciones del deseo.
Alguna vez voy a profundizar en estos pensamientos. Ahora basta con estas reflexiones como preámbulo y relato.
Mi mujer está ahí, esperando incomodar a las representaciones de la normalización burguesa. Incomodando con mi devaneo a discursos políticos del régimen social que construimos todos. Volviendo la vista a la mujer todos mitigamos y escondemos, porque amigos, amigas, la explotación del hombre por el hombre tiene una gran sombra. La mujer.