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Novela

Pequeños palacios en el pecho, de Luis Borja

Portada de Pequeños palacios en el pecho, editada por el Centro de Publicaciones de la PUCE.
Portada de Pequeños palacios en el pecho, editada por el Centro de Publicaciones de la PUCE.
23 de febrero de 2015 - 00:00 - Alicia Ortega Caicedo, Crítica literaría y docente de la UASB

Pequeños palacios en el pecho,  de Luis Borja Corral, ganadora del Premio Nacional de Literatura Aurelio Espinosa Pólit 2014, es una novela que arriesga de manera radical el trabajo con el lenguaje en el esfuerzo por narrar aquello que pasa por tema tabú o se ve expulsado al ámbito de lo inefable: la sexualidad homosexual, el deliberado acto de poner fin a la vida sufriente de un ser amado, la materialidad del cuerpo y los afectos, los mecanismos sociales de condena y abyección. El soporte anecdótico gira alrededor de una relación de amor entre Paco, de 26 años, y Agustín, de 22. Una relación que se funda en un pacto de entrañable complicidad: Paco recibe de Agustín la ayuda que necesita para matar a su abuela. El relato del suceso combina una suerte de realismo abyecto con inmensa dosis de ternura. En este sentido, la narración ancla en el horizonte de una reflexión que se pregunta de qué se habla cuando se habla de amor, así como en una mirada que deja ver las cicatrices de una anquilosada estructura familiar y social que invisibiliza el lugar de la vejez, la enfermedad, el sufrimiento y la muerte, en nombre del orden pretendidamente normal y las apariencias.

Pequeños palacios en el pecho indaga, en diversas instancias, el tema del amor. En este sentido, bien puede leerse también como la novela de una generación, puesto que no resulta difícil reconocer en ella diversas filiaciones afectivas que un grupo de jóvenes construye con relación a la época en que le ha tocado vivir: las estrategias de diálogo entre los personajes pasa por la afirmación de preferencias estéticas, posturas vitales, hábitos y pasiones, modos de habitar la ciudad y enfrentar las dinámicas institucionales en sus más diversas esferas (familiar, social, académica, religiosa). El universo que la novela recrea se juega precisamente en ese horizonte cotidiano por el que apuesta y se juega la vida una generación. La escritura reinventa, de manera extremadamente sensible, el lenguaje que cifra los códigos culturales y vitales de ese universo generacional.

Una imagen que cautivó mi lectura se remite a la itinerante presencia de un conejo blanco. Paco parece perseguir la imagen de un conejo blanco. En verdad, habría que decir que se ve asaltado por la idea del conejo en diferentes momentos, cuando decide romper con aquellas certezas que pretenden organizar la vida desde el orden familiar y religioso. En el presente narrativo, el ‘conejito blanco’ ha vuelto. Justamente está allí cuando Paco busca “abrazar con todo el cuerpo el miedo y la ansiedad de no entender nada. […] A veces sentía que el conejo era La Nada y cuando aparecía en sus sueños lo dominaba un incontrolable deseo de correr hacia él” (35). En la novela de Lewis Carroll, el conejo blanco es quien conduce a su protagonista hacia el hoyo que la llevará hacia el país de las maravillas. En términos simbólicos, se dice que seguir al conejo blanco supone la elección de un camino que desemboca en aventuras y descubrimientos. Paco ha decidido pararse en la vida del otro lado, en relación con la normativa que vigila y sanciona el deber ser social. Ese otro lado en donde se despliega un amplio registro de prácticas y elecciones de vida percibidas como anómalas o fracasadas, desde la perspectiva del orden y la razón utilitaria. Paco es joven, ha apostado por salvar a la abuela y amar a Agustín “sin límites”, casi como un acto de redención. Ha decidido seguir el llamado del conejo blanco aun a costa de su propia supervivencia.

El tono de la narración es coloquial y fluido, en permanente diálogo con un rico universo de referentes culturales propios de la cultura juvenil y urbana: canciones, bandas musicales, conciertos, películas, libros, itinerarios urbanos, humor, configuran una atmósfera de vitalidad que revela numerosos intersticios de la subjetividad en la escena contemporánea. El permanente diálogo con estos referentes es altamente significativo en la definición de los personajes, de una sensibilidad y de un estilo de vida. Incide sobre todo en el tono de la escritura, porque dota al texto de un conjunto de sonoridades e imágenes que dinamizan los escenarios imaginados. Es en este sentido que la escritura seduce con intensidad a su lector, puesto que asistimos al despliegue de un escenario en el que los cuerpos revelan sus pliegues más profundos en el encuentro erótico, pero también en el curso de esos minúsculos actos que argamasan la vida en su dimensión más cotidiana: comer, defecar, sudar, beber, fumar, bailar, contemplar, escuchar. El autor hilvana numerosas escenas desde donde es posible advertir el carácter arbitrario del universo pretendidamente abyecto en términos sociales. Propone la filósofa francesa Julia Kristeva que lo abyecto es algo que está muy cerca, pero inasimilable. Aquello que resulta abyecto “fascina el deseo que sin embargo no se deja seducir. Asustado, se aparta”.  Así, lo que se percibe como abyecto resulta insoportable y genera rechazo: “No es por lo tanto la ausencia de limpieza o de salud lo que vuelve abyecto, sino aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas”.  Los protagonistas de la novela de Luis Borja se mueven en esa zona liminar que conjuga lo socialmente calificado y percibido como abyecto: la ternura y el intenso erotismo que une a Paco y Agustín se exponen en contrapunto con el rechazo que la visibilidad de sus cuerpos genera: la mano que retira asqueado el empleado de una tienda cuando debe entregar las monedas del vuelto, el “maricones de mierda” que pronuncia con sarcasmo un asistente de veterinario, o el “qué asco” murmurado por un coro anónimo en una discoteca. Pero también hay otra instancia que la novela trabaja en torno a lo abyecto de manera sutil y continuada, un ámbito que remite a la manipulación y contacto con la materialidad acuosa de los cuerpos: los personajes sudan al bailar, vomitan y defecan como producto de la intoxicación alcohólica, pero también en el deterioro de la vejez y como síntoma de enfermedad, gotean y se humedecen en el encuentro sexual. Lo interesante en la novela es precisamente el trabajo con la escritura, en el esfuerzo por representar esa materialidad biológica que suele remitirse al territorio de lo oculto,  lo cerrado, lo impronunciable.  

Pequeños palacios en el pecho es una novela fascinante en el planteamiento y desarrollo de la trama anecdótica, fluye en el manejo de un lenguaje coloquial, cargado a la vez de humor y ternura. Sorprende el estupendo manejo de los diálogos: pequeños y ágiles fragmentos incrustados en la narración, entretejidos con un amplio repertorio de referentes propios de la cultura juvenil. En el relato de esa memoria es posible capturar girones de una estructura social decadente y violenta, de la que justamente escapa la pareja Paco y Agustín tras las pistas del conejo como posibilidad lúdica de acertijo y salvación.

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