Pararrayos: Una escritura que espera por la llegada de la palabra
La expectativa por Pararrayos se origina, al menos en cierta medida, en la experiencia que nos provoca, desde hace años ya, la lectura del blog que Daniela Alcívar tiene sobre literatura y cine titulado, con acertado cinismo —y en alusión a la gran obra de Goddard—, El desprecio. La agudeza y lucidez con la que se atrevió a desmontar críticamente ciertos textos y películas impresiona además por el modo en que se manifiesta con violencia la palabra que muerde, que golpea, cuando pugna por salir para desestabilizar el interior de una obra. En su impulso se advertía una apasionada intención de confrontar ciertos productos culturales que asoman como exitosos, legitimados por cierta crítica o por un nombre editorial o para, en otros casos, apuntar la potencia de creaciones desestimadas por su extrañeza poética.
Lo sorprendente fue que la lectura de Pararrayos fue una experiencia absolutamente diferente sobre todo a aquellas entradas de El desprecio que más me entusiasmaban por una virulencia que yo encontraba tan necesaria y con la que solía también apasionadamente identificarme.
Ese hablar que quiere morder el mundo muta, en estos textos, hacia una escritura que espera por la llegada de la palabra. Esperar la palabra requiere de un estado de acogida que se abre ya no para poseer un pensamiento, sino para dar paso al suspenso que nos produce el pensar (en su relación con el lenguaje). Ya no se habla porque se tenga algo que decir sino porque se reconoce en la palabra su incapacidad para asir la realidad, y entonces se vuelve preciso hablar. Presiento, en la voz que atraviesa estos ensayos, a una nueva manera de concebir la crítica —para la misma autora— cuyo vigor reposa precisamente en asumir esa pérdida que gravita en todo nombrar y buscar justamente en esos intersticios, en esos vacíos, un lugar desde el cual ensayar con la palabra.
Esta nueva manera de leer la misma Alcívar la reconoce en uno de los textos más conmovedores y potentes de este libro, titulado ‘El arte de ensayar: Alberto Giordano’. En este texto, en el que se hace referencia al diálogo que el crítico argentino Alberto Giordano establece en sus escritos con autores como Borges, Di Benedetto y Elvio Gandolfo, hallamos algunas de las claves para el propio ejercicio crítico que la autora hará a lo largo de los textos que componen el libro:
Giordano, en algún sentido, y a pesar del tono enfático que pueda tener esta afirmación, me enseñó a leer. ¿Qué implica dejar de leer en una obra como la de Borges (o en cualquiera) solo lo que ya sabemos que vamos a leer, activar en la lectura una lógica del encuentro y no del reconocimiento?, ¿qué puede querer decir que en el ensayo se escenifica una «intrusión del cuerpo en el discurso del saber»? El poder de deconstrucción de la escritura de Giordano, dependiente de su afinado ojo crítico, se singulariza por esta intrusión afectiva e intempestiva del cuerpo en lo que se lee: ponerse en juego en la lectura, permitir que el ritmo de los afectos (siempre singulares, siempre irrepetibles) que se movilizan en el encuentro con un texto literario no sea neutralizado por el impulso moral de formular generalidades, ofrecer explicaciones tranquilizadoras o reconocer en él valores trascendentes…
En la primera parte de Pararrayos, titulada ‘Lecturas’, la autora entra en diálogo, diríamos en juego, con una serie de obras ya no para desmontarlas, sino precisamente, siguiendo a Giordano, para hablar sobre aquello que la transformó al atravesarla con su fulgor, en el siempre misterioso devenir de las afectaciones. Dice el dramaturgo francés Valère Novarina que el auténtico misterio no es ni tenebroso ni velado —en absoluto impreciso— sino una luz lanzada sobre ti. El misterio es incompresible porque él te comprende.
Al ensayar lecturas sobre las novedosas estructuras narrativas de los escritores ecuatorianos Esteban Mayorga, Salvador Izquierdo o del argentino Sergio Chejfec; del potente cine de Tito Molina o Matías Piñeiro; de los autores más interesantes de la nueva poesía ecuatoriana, como María Balladares, Andrés Villalba Becdach, Juan José Rodinás o Javier Cevallos Perugachi, conmueve la voz de la autora en tanto se expone en su particular encuentro con las obras. Y conmueve justamente porque huye del significado o la explicación, no interpreta los textos buscando las metáforas que develen su secreto o los símbolos que los contengan, las profundidades a las que nos arrojan. Nos ofrece a cambio una mirada que se posa sobre aquello que la implica, pensamientos que, parece, ella ha tocado. De esta manera más que como direccionamiento o enfoque opera su mirada por un cierto sentido del desvío que se manifiesta al poner en relación los propios textos con una exterioridad. Es en la configuración de las bifurcaciones, de las intersecciones, de las fugas, de su misma superficie, que (siguiendo al filósofo Eduardo Del Estal cuando se refiere a la escritura) se va urdiendo a través de su escritura una «trama opaca» que como una tela que al cubrir un cuerpo invisible, permite verlo. Las imágenes, las palabras, los entramados de esas obras que la conmueven se visibilizan, a través de la lectura de Alcívar Bellolio, precisamente en su opacidad: es la extrañeza de los personajes o del devenir de sus relaciones en cierta cinematografía; la ruptura con la verosimilitud que proponen algunos textos; la arbitrariedad, la huida, la fricción, el silencio con los que agujerean otros la narrativa, aquello sobre lo que se detiene su atención para arrojarse a la reflexión sobre ellas. Advirtiendo en algunos casos también las limitaciones de esas poéticas para ser consistentes consigo mismas en las rupturas que se plantean. Así el pensamiento se despliega para que el misterio que habita precisamente en la fractura y que es constitutivo a la creación, vibre y se comparta (en referencia otra vez a Giordano). Lejos de una crítica en la que se disecciona la obra, estos textos funcionan en su plena calidad de ensayos, arriesgan en su lectura una (re)creación en la que asoma el cuerpo de quien dialoga con ellos, para hacernos saber de su subjetividad, de su deseo, de los afectos que lo constituyen.
El desvío actúa también en este caso como deslizamiento, y la escritura aparece no como representación de las cosas, sino que da cuenta —como mencioné en un inicio— de la ausencia que está operando siempre en ellas. En los textos que componen ‘Mínimas (Excurso)’, segunda parte del libro, escrita en clave autobiográfica, los paisajes que decide recorrer la autora muestran relieves de lo que habita silencioso en aquello memorable, y cuya textura como recuerdo es siempre incompleta, siempre equívoca (como dice la autora en uno de estos textos: «al no ser dueña de mis recuerdos no soy dueña de nada»). Es la ausencia pesando sobre las palabras, sobre el ritmo de una escritura que escarba en la extensión, en la contigüidad, en la relación de la geografía con los afectos que ocurren siempre —como los cuentos de Saer— en un lugar. Son trozos de pasado que se actualizan y se escriben para que el pensamiento se haga espacio y se diluya la propia voz de quien describe en ese vagabundear por el paisaje. La inmensidad de un lago apacible en el que se revela sin poder nombrarse otra vez el enigma amoroso, el terror de la muerte que llega con la compleción del cielo al lado de su gata Julia enferma, o el gran proyecto de la amistad y la literatura que ocurre en un cuarto destartalado, son las escenografías en las que se instala el sentido de los textos. Y me detengo sobre la amistad, porque ella ocupa un lugar central en estos excursos, el lugar privilegiado del vínculo afectivo por excelencia, vuelvo decía, sobre ella, con la intención de cerrar esta intervención precisamente con una cita de La amistad de Maurice Blanchot, no solo por la presencia palpitante de este autor a lo largo de todo el libro y las resonancias que el texto tiene con respecto al mismo modo de escribirse de estos ensayos:
Debemos renunciar a conocer a aquellos a quienes algo esencial nos une; quiero decir, debemos aceptarlos en la relación con lo desconocido en que nos aceptan, a nosotros también, en nuestro alejamiento. La amistad, esa relación sin dependencia, sin episodio y donde, no obstante cabe toda la sencillez de la vida, pasa por el reconocimiento de la extrañeza común que no nos permite hablar de nuestros amigos, sino solo hablarles […]. Aquí la discreción no consiste en la sencilla negativa a tener en cuenta confidencias si no que es el intervalo que, de mí a ese otro, que es un amigo, mide todo lo que hay entre nosotros, la interrupción de ser que no me autoriza nunca a disponer de él y que lejos de impedir toda comunicación, nos relaciona mutuamente en la diferencia y a veces en el silencio de la palabra.
Maurice Blachot, La amistad
Los textos de Daniela renuncian precisamente a conocer y se arrojan a habitar el intervalo que imponen la diferencia y el silencio, ahí radica también su belleza. Con cuidado su mirada se aleja para extrañar y hablarnos desde una interrupción; nunca desde la instrumentalización, sino desde lo plural, lo no transaccional que se advierte en cualquier lenguaje.