Arte
Joan Miró o las maneras de mirar el vacío
Desde niño estuve bajo el hechizo de
una inmensa melancolía.
Soren Kierkegaard, Diarios
Son los últimos días de abril de 1969. Los pliegues del largo abrigo azul que usa Joan Miró se expanden y se contraen al ritmo de su brazo derecho. A sus casi 80 años sigue convencido de que la pintura es un acto impulsivo: “Trabajo en un estado de pasión, de arrebato, es como una descarga física”. Su ya escaso cabello blanco, peinado hacia un costado, permanece inmóvil mientras el pintor remoja una brocha con tinta negra que decorará las ventanas de la planta baja del Colegio Oficial de Arquitectos de Cataluña. Son 60 metros cuadrados de superficie que forman parte de la respuesta a la exposición oficial de arte que había organizado el franquismo. Casi 2 meses después, al mediodía del 30 de junio, el artista nacido en Barcelona había cambiado los pinceles por una escoba remojada en disolvente. Las mujeres encargadas de la limpieza del edificio lo ayudaban con espátulas a retirar la pintura. Esa había sido la idea: desestabilizar los conceptos de permanencia y valoración comercial del arte. Y no fue la última vez. Un año después quemó el centro de algunas de sus obras en un performance de fuego de colores. Para Miró lo importante no era el cuadro en sí mismo sino lo que este logra difundir en un determinado momento. La obra podía morir pero solamente después de esparcir sus semillas.
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Cuando el adolescente Joan Miró tenía 14 años, se inscribió en las clases de dibujo de la Escuela de la Llotja. Su maestro sería Modest Urgell que en ese entonces bordeaba los 70. Los cuadros de aquel pintor también nacido en Barcelona son de una melancolía absoluta. No se puede esperar otra cosa de alguien que decidió, durante toda su vida, pintar paisajes que intenten retratar el ocaso, la caída del sol, su paso del hemisferio visible al no visible. Largos espacios de tierras, desiertos, mares, casi siempre vacíos, abandonados en soledad, expuestos a esa mutación de colores que sucede con el atardecer. Urgell intentó atrapar el naranja y el violeta que aparecen durante breves instantes para redundar en esa constatación de precariedad. Siempre trazaba un largo horizonte que servía como recuerdo de la constante frontera en la que nos movemos: lo terrestre y lo celeste, el día y la noche, el color y la oscuridad, lo que se termina y lo que no. “La melancolía es la penuria del alumbramiento de lo eterno en el hombre”, dijo el teólogo Romano Guardini.
La familia Miró poseía una propiedad en Mont-Roig, un municipio ubicado aproximadamente 140 kilómetros al sur de Barcelona, donde solían ir a pasar los veranos. Joan tenía casi 19 años, había estudiado contabilidad por obligación y trabajaba en una farmacia conocida ejerciendo su oficio. Sin embargo, una noche, caminando por el campo junto a su padre, observó el color violeta del atardecer. Qué sensaciones se habrán retorcido en su interior para que ese mismo momento haya decidido rebelarse frente a las insensibles burlas de su padre e inscribirse en la academia de Francesc Galí. Un tono que seguramente había reconocido en los cuadros de Urgell —¿qué fue primero: los colores de su maestro o los colores de la naturaleza?— había gatillado su arte. “Mi primer profesor ejerció una gran influencia sobre mí a través de su sentimiento de soledad y de austeridad, el cual está siempre presente en mi propio trabajo”, dijo Joan Miró, muchos años después. Aunque dueños de estilos distintos, en su cuadro ‘Perro ladrando a la luna’, ya de una época surrealista, mantiene los elementos básicos: el horizonte que separa los 2 grandes espacios, café y negro, unidos por una escalera, entre los cuales sobrevive el colorido animal que mira hacia arriba.
Miró también heredó —y explotó— la necesidad de explorar los espacios vacíos. Se impuso la tarea de desencadenar la conmoción artística en el espectador utilizando la mínima cantidad de medios, lo que le llevó a utilizar los grandes formatos. Es la experiencia que se tiene apenas al llegar al piso de arte moderno en el Centre Pompidou de París: encontrarse rodeado del tríptico ‘Bleu I, II y III’, de 270 x 355 centímetros cada pintura, que se quedan fijadas como si hubieran sido 3 tierras nuevas. El pintor catalán logró “un poema al que le ha puesto música un pintor” cuya meditación previa comparaba a un rito religioso. Lo mismo sucede con la triste ‘Pintura sobre fondo blanco para la celda de un solitario’ que apenas se trata de un hilo negro que asciende libremente en diagonal, sobre el fondo blanquecino, hasta que algo lo corta sin piedad. El cuadro fue terminado el mismo día que era ejecutado el joven anarquista Salvador Puig por un tribunal militar franquista.
En mis cuadros hay pequeñas formas dentro de grandes espacios vacíos. Los espacios vacíos, los horizontes vacíos, las llanuras vacías, todo lo que está desnudo me impresiona enormemente. Dentro del ambiente visual contemporáneo, me gustan las fábricas, las luces nocturnas, el mundo visto desde un avión. Vista desde el avión por la noche, una ciudad es una maravilla. Y desde un avión se ve todo. Desde un pequeño personaje a un diminuto perro. Y esto adquiere una enorme importancia, como, en un negro absoluto, durante un vuelo nocturno sobre el campo, una o dos luces de campesinos.
Joan Miró en la revista XXe siècle, febrero, 1959.
Como un constante buscador de formatos, Joan Miró trabajó mucho con las palabras, que tal vez son la muestra más clara del intento humano por llenar el vacío. No solo porque derechamente escribió poesía, sino porque desde 1920 empezó a llenar de frases sus pinturas. Hace 2 años, Christie’s, una de las casa de subastas más importantes de Londres, fue testigo de la venta de una obra de Miró. 2 compradores telefónicos pujaban, ante la retirada de muchos otros ofertantes, por hacerse con el cuadro. El precio, que partió en 5 millones de euros, se cerró definitivamente en un poco más de 20 millones. Se trataba de ‘El cuerpo de mi morena’ (1925), una de las pinturas-poema más importantes del catalán realizado mediante la técnica de escritura automática para representar su imagen subconsciente sobre el cuerpo femenino. Delante del fondo café y de las parcas figuras surrealistas de color blanco, celeste y rojo, se lee: “El cuerpo de mi morena porque la amo como a mi gatito vestido con ensalada verde como granizo, es lo mismo”.
Entre 1939 y 1941 surgen Constelaciones, una serie de 23 pequeñas pinturas en papel que constituyeron una huida para Miró. Se trataba de melodías visuales que establecieron definitivamente el universo cromático en el cual el pintor se sentía más cómodo, así como las figuras que poblaron su lenguaje. Iban acompañadas por títulos poéticos capaces de captar la atención. El título siempre llegaba al final. O podía quedarse mudo ante la pintura; entonces la llamaba ‘Pintura’. Pero otras veces podían surgir títulos como ‘Mujeres a la orilla del lago irisado por el paso de un cisne’, ‘La noche se retira al ritmo del alba agujereada por el deslizamiento de la serpiente’ o, el más célebre poema-título del catalán: ‘Una gota de rocío caída del ala de un pájaro despierta a Rosalie dormida a la sombra de una tela de araña’.
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Esa transitoriedad de la que fueron partícipes los colores de las ventanas del Colegio de Arquitectos no sería característica únicamente del arte sino también de la misma existencia humana. O, más bien, del arte como extensión de lo humano. “Enterradme sin ataúd y de mi vientre nacerán flores”. Con una alegre resignación, ese había sido su último pedido. A los 88 años, Joan Miró sufrió una embolia cerebral que incendiaría su centro, rasparía su pintura, hasta terminar su obra 2 años después, el día de Navidad del año 1983 en su casa de Mallorca. Su nieto, Joan Punyet Miró, cuenta que el último gesto de su abuelo fue trazar la línea del horizonte en la cual escribió 2 palabras: Modest Urgell.