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Economía Naranja: ¿un modelo de oportunidad infinita para el sector cultural?

Economía Naranja: ¿un modelo de oportunidad infinita para el sector cultural?
12 de mayo de 2014 - 00:00 - Paola de la Vega V, Máster en estudios de la cultura

Jaron Rowan (2010), en Emprendizajes en cultura. Discursos, instituciones y contradicciones de la empresarialidad cultural, analiza el surgimiento del sector de la economía creativa en una investigación que arroja datos sobre las variables que atraviesan esta categoría como fórmula de desarrollo de las economías urbanas, centrándose en los casos de Reino Unido y España. A su criterio, la noción de ‘sector creativo’ aparece por primera vez en 1994, promulgada por el gobierno australiano en el documento Creative Nation: Commonwealth Cultural Policy, que integra al sector de las industrias culturales a otros agentes que trabajaban fuera de estas industrias ‘tradicionales’ de producción seriada (cinematográfica, disquera, editorial), pero que aportan igualmente con la producción de valor económico a través de la creatividad. Así, las industrias creativas se convierten en un sector económico productivo que integra a las industrias culturales más otros sectores. La Unesco reconoce “7 dominios culturales que incluyen el patrimonio cultural y natural, las presentaciones artísticas y celebraciones (artes escénicas, música, festivales y festividades), las artes visuales y artesanías, libros y prensa, medios audiovisuales e interactivos, el diseño y los servicios creativos. A ello se le añaden 2 dominios relacionados que incluyen el turismo, los deportes y la recreación” (Políticas para la creatividad. Guía para el desarrollo de las industrias culturales y creativas, en www.unesco.org)

En aquellos dominios culturales, la creatividad tiene un valor económico y de mercado y, por tanto, desde esa perspectiva se entiende que ha de ser sujeto de protección a través de la propiedad intelectual y los derechos de explotación económica de ese recurso para beneficio individual o colectivo. Así también, en esta lógica enmarcada en el pensamiento neoliberal, se entiende a la cultura como motor de desarrollo económico de un país, es decir, como un sector capaz de generar riqueza y empleo. Este es el postulado central de la Economía Naranja, promovida por el BID (2013), que sostiene la idea de que la creatividad es una “oportunidad infinita” de desarrollo económico que América Latina y el Caribe “no se pueden perder”. 

Es importante recordar que el discurso de la cultura y la creatividad como generadores de desarrollo económico de un país fue asumido con fuerza en el Reino Unido, en el gobierno de Tony Blair en 1997, y reproducido y naturalizado en varios países poco tiempo después, bajo nombres distintos: economía creativa, industrias culturales-creativas, industria del copyright, o industrias culturales como en el caso del Ecuador. En nuestro país, identifico en una primera investigación aproximativa que la incorporación de la noción ‘industria cultural’ en una política de Estado con líneas de fomento específicas aparece a partir de la creación del Ministerio de Cultura en 2007 y, más directamente, en 2011, con la promulgación del documento ministerial Políticas para una Revolución Cultural. Estas políticas responden a 4 ejes programáticos, uno de ellos es los “emprendimientos culturales”, centrado en la política de fomento a las industrias culturales. Queda por analizar si esta noción fue considerada en otros documentos de instituciones públicas dedicadas a la regulación y administración de la cultura anteriores a la creación del Ministerio de Cultura.

De antemano, se reconoce que las industrias culturales ‘tradicionales’ (disquera, cinematográfica y editorial) se instauraron en el país desde las primeras décadas del siglo XX; sin embargo, no he identificado estudios que muestren en qué década estas ‘industrias’ dieron un giro hacia una economía creativa (si es lo que dieron) y, por tanto, a una producción atravesada por fuertes lógicas de mercado: apertura de circuitos nacionales e internacionales de distribución, instalación de multinacionales en el país, formación de mercados, etc. Entonces, si carecemos de estos estudios histórico-culturales, ¿bajo qué criterio afirmamos que tenemos ‘industrias creativas’? ¿Sabemos cuáles fueron las formas de resignificación o transgresión local de la noción industria cultural? Es decir, ¿esta ha sido negociada o simplemente asimilada? ¿Acaso contamos con análisis históricos serios que sistematicen los modos y formas de producción relacionados con las industrias creativas en el país, que aclaren cuáles son los campos de lucha, las negociaciones, disputas y posibilidades a futuro alrededor de esta y que, además, creen las bases para generar indicadores culturales pensados para nuestro contexto?

A pesar de estas interrogantes sin responder, se han escuchado voces favorables a la implementación del modelo de la Economía Naranja en el país, como si de una fórmula mágica se tratara. Este modelo está centrado en un sistema de producción de valor económico en el que domina el producto/objeto y que pone en segundo plano otras esferas de valor de lo cultural —de hecho, evidencia una perspectiva crítica respecto del valor de uso— obviando la dimensión colectiva de los procesos de creación. Este sistema ha determinado una forma de medir los resultados e impactos de lo cultural, a través de indicadores de orden cuantitativo, es decir, una descripción estadística y económica, cuya principal herramienta para los Estados son las llamadas ‘Cuentas Satélite’. En ellas se busca medir la participación de la cultura en el producto interno bruto (PIB), las plazas de trabajo generadas, los bienes y servicios producidos, cuantificar consumidores, la capacidad de dinamización económica de negocios paralelos a una oferta cultural determinada, la generación de negocios o emprendimientos, la importación y exportación de productos e insumos de producción cultural, y la generación de valor agregado —término directamente vinculado al principio de innovación—.

Partiendo de este paradigma, según el manual de la Economía Naranja, hay que cuantificarlo todo. Cada una de las preguntas que plantea la publicación del BID inicia con la interrogante: ¿cuántos (visitantes, espectadores, suscriptores, aportes, empleados, etc.) genera una actividad cultural? El principio de cuantificar aparece en este texto como un indicador incuestionable de producción de riqueza económica, a través de un capital intangible, símbolo de oportunidad de negocio; sin embargo, no se sabe cómo ni en qué condiciones se produce dicha riqueza, que es, además, directamente proporcional a la producción de felicidad (“El naranja es el color más feliz”, de ahí el nombre ‘economía naranja’).

 Actualmente, preocupa sobremanera la búsqueda de la implementación directa y la reproducción de estos discursos dominantes y naturalizados a manera de ley irrefutable, sin problematizar variables de género, etnia, clase, formas de producción y condiciones laborales, que sirvan de suelo para configurar una perspectiva crítica a este paradigma de orden desarrollista, a partir de la compresión de las dinámicas de nuestro contexto. Intentaré problematizar algunos de los postulados de la Economía Naranja, basados en la ‘herencia cultural’ y la creatividad atrapada en un ‘bono demográfico’, con un ejemplo que me resulta cercano: el centro histórico de Quito.

Algunos de los principios fundamentales de la Economía Naranja son el emprendizaje, la innovación y la oportunidad de negocio. Pero, ¿qué está en juego cuando se entiende a la creatividad como un recurso para la explotación económica? En realidad, ¿todo acto creativo es una oportunidad de negocio que debe ser gestionada por la figura de un emprendedor cultural? ¿Conocemos cuáles son las condiciones y diferenciaciones laborales de los trabajadores culturales en las industrias creativas? Y sobre todo, ¿quién capitaliza esos recursos creativos en ese campo de fuerzas de lo artístico y cultural? En definitiva, ¿toda producción cultural debe inscribirse en el modelo de la economía creativa o aún somos capaces de imaginar otras formas de producir valor económico que no respondan a la solución naranja?

Veamos el ejemplo. La noción de desarrollo económico se expresa en la fórmula I + D (Innovación más Desarrollo), incorporada en la Economía Naranja. Cuestionar este principio de innovación significaría indagar en prácticas que operan desde los paradigmas de las industrias creativas, en una suerte de ‘extractivismo’, en los llamados entornos creativos, de conocimientos, técnicas y formas de expresión, convirtiéndolas en valor agregado como elemento de diferenciación en el mercado. Yúdice (2006), en El recurso de la cultura, usando a Castells, explica cómo Barcelona y Nueva York —esta última con procesos de gentrificación— han producido innovación diseñando entornos creativos con una economía basada en el suministro de contenidos como motor de la acumulación; se trata de un modelo que atrae y retiene innovadores. Esta forma de entender y planificar las ciudades ha sido estudiada en los análisis de David Harvey sobre economía política urbana. En el caso del Centro Histórico de Quito, tomando como eje a la innovación, al desarrollo económico y a la creatividad, se entendería a ciertas prácticas seleccionadas y patrimonializadas, inscritas en una memoria social y en dinámicas culturales vivas en este territorio, como un recurso requerido por los emprendimientos culturales de la industria del turismo patrimonialista y la construcción de un proyecto identitario oficial de ‘quiteñidad’, en un proceso de homogenización de este espacio social. Pero, ¿quién capitaliza esos saberes patrimonializados? Esas activaciones patrimoniales, ¿para quién genera recursos económicos? ¿Esos saberes, técnicas, expresiones, que además son producto de la creación colectiva, bajo qué condiciones de negociación se transforman en valor agregado en el sector creativo? En definitiva, ¿en manos de quién se queda esa producción de valor económico, generada a partir de la explotación de la memoria y los saberes locales? Se genera riqueza, posiblemente sí; ¿pero para quién? Siguiendo a Jaron Rowan, muchos de los beneficios que genera el llamado sector creativo son capitalizados y capturados en otros sectores económicos. Por supuesto, en medio de estos cuestionamientos, hay que incorporar a este análisis los mecanismos de adaptación y resistencia de las comunidades frente a estos procesos de explotación de ‘servicios creativos’. Creo que en este sentido, tenemos el reto de imaginar con los distintos actores sociales otras formas de capitalizar la creatividad social.

Por otro lado, una de las banderas de lucha de la Economía Naranja es sustentarse en el indicador cuantitativo de generación de plazas de empleo como otro de los relatos del desarrollo economicista; sin embargo, son escasos los análisis cualitativos sobre el tipo de trabajo cultural en Ecuador: las formas de contratación, duración de contrato, tipo de remuneración, seguridad social y estabilidad, entre otros. Tampoco se ha profundizado en un análisis sobre la división del trabajo cultural atravesado por condiciones de género y etnia.

Otro de los ejes que se problematizarán  son las formas de producción de bienes culturales en Ecuador. Por sobre el debate —centrado nuevamente en indicadores cuantitativos—de la necesidad de fomentar con políticas estatales la producción de materia prima a escala nacional para el desarrollo de las industrias culturales, así como la producción local de maquinaria y tecnología que evite los altos costos de la importación de insumos y tecnología para el sector cultural, y por otro lado, la demanda de reducción o supresión de impuestos a los insumos importados, habría que plantear un análisis más complejo, a partir de otras formas de producción basadas, por ejemplo, en la filosofía del do it yourself  y do it together, que cuestionan nociones de autoría, genialidad y consumo irracional de materiales, afirmándose en políticas de sostenibilidad ambiental y bajo costo de producción (las editoriales cartoneras en Ecuador, y en otros países de América Latina, son un buen ejemplo de lo mencionado). Se promueve, así, el uso moderado de los recursos naturales, en oposición a la explotación intensiva con fines exclusivamente económicos.

Finalmente, en la sociedad del conocimiento, las formas de producción ocurren en redes experimentales y de intercambios, de interacción rápida y gratuita, en las que los llamados prosumidores (productor, consumidor y distribuidor)  establecen conexiones y  construyen sentidos, lo cual nos lleva a pensar en una necesidad urgente de revisión de la Ley de Propiedad Intelectual. Estas prácticas de generación de sentidos diversos no solo se quedan en el acto creativo, sino que permiten una participación en la esfera pública, el ejercicio de ciudadanía y de los derechos culturales. Dice García Canclini: “En vez de obras que poseer o contemplar, (los jóvenes) prefieren intercambios, participar en procesos, lugares, circuitos donde se redistribuye la creatividad”. En contraposición a esta idea, para la Economía Naranja hay que cuestionar el valor de uso de las prácticas culturales y anteponer los derechos de explotación económica; generar acceso al conocimiento y libre circulación de la creatividad; a criterio de esta economía, se confunde con la idea de que la cultura debe ser gratuita, y por supuesto, esta no debe serlo. Así, la Economía Naranja entiende que los bienes públicos son víctimas de la tragedia de los comunes.

En conclusión, si bien ahora parece estar naturalizada la idea de pensar lo cultural exclusivamente en términos industriales y de economía creativa, creo que no es el único modelo posible. En otros contextos, desde donde queremos trasladar dicho modelo, las pruebas del costo social de su implementación son evidentes. Prefiero pensar que aún podemos construir colectivamente otras posibilidades y metodologías para gestionar la creatividad, comenzando primero con una comprensión relacional de las condiciones de producción, circulación y consumo de lo cultural, y de las agendas políticas y económicas que confluyen en este juego.

 

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