Una década sin la voz oscura y mágica de Ronnie James Dio
Hace una década fallecía a causa de cáncer el dueño de una de las voces de mayor relevancia en el heavy metal, Ronnie James Dio. De las escalas del blues, surgió de forma luminosa para seguir internándose en atmósferas mitológicas. Luego oscuras y llenas de magia al final de sus días.
Heaven and Hell, el primer álbum que grabó con Black Sabbath en 1980 (“Children of the Sea”, “Die Young”), es una muestra del giro que la banda daría. Y aunque menos aclamado, en 1981 apareció Mob Rules (“Turn Up the Light”, “Falling off the Edge of the World”) como síntoma de esos nuevos tiempos.
Para Dio –nacido Ronald James Padavona–, Heaven… fue de las obras más trascendentales en la historia de esta música, junto a uno de los que produjo con Rainbow, Rising y otro de su banda solista: Holy Diver. Long Live Rock ‘N’ Roll es la pieza que hace innegable su estatus de leyenda.
Ya en 1978, la prensa musical presionaba al guitarrista Ritchie Blackmore para que le diera un tinte baladesco a sus Rainbow. Dio alguna vez comentó que de esas discusiones era predecible que, luego de su partida, surgieran temas como “I Surrender”, algo que no era su estilo, aunque sea muy creativo.
¿De dónde provenía el talento de este músico a quien buscó Tony Iommi después de la partida de Ozzy Osbourne? A mediados de los 50 –nació en 1942, en Portsmouth, EE. UU.– incursionó en el rockabilly, tocando instrumentos de viento (trompeta, corneta), lo cual pudo fortalecer su técnica futura.
Ya en los sesenta, la Juilliard School of Music le ofreció una beca, pero prefirió ser autodidacta. Sobre la imaginería que acompañó su obra, llegaría a decir que los dragones de Dio tuvieron su época y no iban a repetirse en el nuevo siglo, lo cual habla de sus incansables renovaciones.
Hijo de emigrantes italianos, se ha dicho que adoptó su nombre artístico del apodo de John “Johnny Dio” Dioguardi, italoamericano que figuró en el crimen organizado. Su educación temprana fue católica y en una de las ediciones del Wacken Open Air bromeó con que su aversión a esa religión quizá se debía a que las monjas le parecían grandes pingüinos parlantes cuando era niño.
Pero ya había dado otras explicaciones sobre su espiritualidad. “No puedo creer en Dios y Jesucristo hasta hacerlos centro de mi vida”, reflexionaba; “respeto a quienes creen en eso, a mis padres, por ejemplo, que creían que todo fue como lo narra la Biblia, pero soy crítico con esa pretensión religiosa de controlar hasta los mínimos detalles de tu vida”.
En vida tuvo incluso la amistad de quienes se habían apartado de su camino musical. Lemmy Kilmister, King Diamond, Rudy Sarzo, David Coverdale, Glenn Hughes o John Lord valoraron su impronta. Ian Gillan lo recomendó para que interpretara a Jesus Christ Superstar en una versión inglesa montada para teatro. Las funciones fueron durante cuatro meses en Nueva York. Y con Roger Glover participó en Opera Rock.
Infundía una estela de respeto sobre y tras escenarios. Pero también dejó un testimonio de sus excesos. Los sesenta lo agasajaron como Ronnie Dio and The Prophets, eran épocas de reminiscencias blues y boogie. Esa fama neoyorquina no se comparaba con la posterior, en Rainbow: “Al principio tirábamos televisores por la ventana, el sexo era maravilloso, teníamos el estilo de vida que Led Zeppelin, Sabbath y Deep Purple habían tenido antes que nosotros”.
Fue un rockstar, con todas sus letras, sí, pero también un elegido, un ícono, un testigo del tiempo inmarcesible a 10 años de su desaparición física y quizá hasta el final de los tiempos. ¿Magia?, la suya, la del rock and roll. (I)