A su muerte, volver sobre la novela/autobiografía de Miguel Donoso Pareja (Guayaquil, 1931-1935), A río revuelto. Memorias de un yo mentiroso (2001) nos permite ubicarlo en la dimensión humana que le corresponde. En los últimos días, en los medios de comunicación masiva, blogs y redes sociales, los mensajes de gratitud, admiración y amor hacia Donoso han sido tantos y tan sentidos, que uno entiende que las más de 400 páginas de su libro de memorias no fueron suficientes para dar cuenta de los vínculos que lo unen a varias generaciones de escritores y artistas en Ecuador y el resto de América Latina. Llegué a este libro hace algunos años ya, investigando sobre Club 7, el colectivo de jóvenes poetas —guayaquileños casi todos ellos— de mediados de los años cincuenta. Entonces entré en contacto con Sergio Román Armendáriz, el único sobreviviente del grupo y me sugirió la lectura de las memorias de Miguel Donoso ya que ahí se explica por qué a Club 7 solo lo conforman cinco escritores. Efectivamente, en la página 104, el narrador/ autor explica que él y Carlos Altamirano Sánchez (en realidad, Carlos Abadíe Silva) a última hora decidieron sacar sus textos del poemario en conjunto ya que había llegado hasta ellos la noticia de que otros dos integrantes del colectivo (hoy sabemos que se refería a David Ledesma Vázquez y Carlos Benavides Vega, luego conocido como Álvaro San Félix) eran homosexuales. El tono de esta breve entrada dedicada al Club 7 en sus memorias es de arrepentimiento. Se trata de “una especie de avergonzada petición de disculpas. Y una expresión de respeto por las diferencias, de alegría por haber superado una mentalidad retrógrada y ruin. Facistoide, aunque se creyeran progresistas, incluso de izquierda, siendo solamente ‘izquierdosos’. La declaración es de una brutal sinceridad, como casi todo lo que cuenta Donoso en estas memorias. Con la perspectiva y sabiduría que otorga la edad (tenía 70 años al publicarse el libro), el autor toma una distancia que se pretende objetiva al utilizar la tercera persona para narrar estas memorias. El protagonista, sin embargo, se llama ‘Yo’. Esta dislocación entre pronombre y tiempo verbal provoca una suerte de extrañamiento que obliga al lector a tomar conciencia de que ahí, donde la honestidad pretende ser la regla, la verdad está siendo constantemente cuestionada, disecada, reconstruida, olvidada: “Yo se ríe, entonces, y aplaude sus virtudes de provocador de sueños, de gestor de mentiras […]”. En A río revuelto, los movimientos de la memoria (y la desmemoria) son múltiples. No hay un orden cronológico y cada una de las entradas, que en su mayoría son cortas, de alrededor de una página, puede leerse independientemente de las otras. A pesar de los quiebres temporales y de ser este libro una suerte de ensamble desarmable, Donoso tiene todo bajo control y ofrece al lector un detallado panorama de su vida: la infancia en la Península de Santa Elena —donde su padre era capitán de buques de una empresa inglesa—, motivo por el que amó el mar y por el que eventualmente trabajó como marino mercante; el retorno a Guayaquil para estudiar la escuela secundaria: la abuela, sus tíos y primos; el internado en Quito; el sexto curso en el Vicente Rocafuerte. Las lecturas, los amigos entrañables y los indeseables, el ejercicio del derecho prontamente abandonado. El trabajo de titiritero por tres años. La militancia marxista como uno de los ejes vertebradores de su estar en el mundo. La cárcel por comunista, el exilio durante 18 años en México. El retorno a Ecuador, el año en Quito. Guayaquil nuevamente. España con la beca Guggenheim. Los viajes, los congresos y festivales literarios. Sus novelas, sus libros de cuentos. Las mujeres que amó, sus nietos, sus hijos. Escribe Donoso sobre este libro: “Es un texto de ficción (sin duda), pero también un testimonio, una novela documento, el punto donde se unen la realidad siempre increíble (Clarice Lispector) con todo lo inventado y verdadero (Flaubert), el instante en que se juntan el buscador y lo buscado (Dávila Andrade)”. La vida de Donoso está atravesada por la literatura: la que él produjo, la que él leyó, la que él suscitó. Y cuando escribo “suscitó” no estoy pensando (no solamente) en los relatos en los que él es personaje —como el Vargas Pardo (que no le gustaba) de Los detectives salvajes, o el Silverio Lanza (que le gustaba) de El miedo a los animales—, sino, sobre todo, en la amplia producción literaria de sus talleristas en Ecuador y México. La lista de escritores que pasaron por sus talleres es inacabable. Hace unos pocos meses, pasó por Quito uno de los mexicanos más destacados, Juan Villoro, en el contexto de un homenaje a Donoso en la Feria Internacional del Libro. Otros mexicanos son: David Ojeda, Ignacio Betancourt, Teresa Martínez, José de Jesús Sampedro, Alberto Huerta. Entre los ecuatorianos, por nombrar a algunos: Liliana Miraglia, Gilda Holst, Marta Chávez, Raúl Vallejo, Jorge Martillo, Jorge Velasco Mackenzie. En lo que tiene que ver con su propia producción escrituraria, Donoso Pareja se reconoce, junto con Juan Andrade Heymman, Alsino Ramírez Estrada y otros, parte de la generación que provocó un cambio sustancial en el devenir de la narrativa en el Ecuador de la segunda mitad del siglo XX. En más de una ocasión en sus memorias, Donoso se refiere a los escritores del realismo social ecuatoriano con respeto y admiración, en especial José De la Cuadra, Enrique Gil Gilbert, Adalberto Ortiz y su tío Alfredo Pareja Diezcanseco. No es el caso con Demetrio Aguilera Malta, a quien describe como una persona poco generosa. A pesar del reconocimiento a la Generación del 30, Donoso sostiene que la literatura que escriben en los sesenta los entonces jóvenes narradores trata de desvincularse de la estética realista social —que fue la predominante hasta mediados de siglo— y busca adentrarse en los caminos abiertos por el vanguardismo palaciano. En lo posterior, mantendrá su apuesta por el experimentalismo y lo que Claude Fell llamó “la negación de las formas tradicionales”. En el año 64, Donoso viaja a México después de un año en la cárcel. Cayó preso en una ‘cacería de brujas’ que, después del derrocamiento de Carlos Julio Arosemena, se centró e intensificó en Guayaquil, sede del Comité Central del Partido Comunista del Ecuador. En el cuartel de la policía compartió celda con Henry Black Collins, a quien el gobierno militar catalogó como un “peligrosísimo agente del comunismo internacional”. Sobre este hombre que inspiró la novela Henry Black, sostiene Donoso: “El tipo no tenía la menor idea de lo que era el comunismo y los militares estaban desconcertados. La ignorancia de Henry Black lo volvía más misterioso e inquietante, hasta que un día encontraron su ficha delictiva: su verdadero nombre era Hernán Caicedo Torres y había nacido en Esmeraldas. Llevaba casi un año preso, pero cuando le dijeron ‘te vas, no eres más que un ratero’, respondió que ese no era él, que Henry Black era un preso político y que solo saldría con esa calidad”. En el exilio, su primer trabajo estable fue en el matutino El Día. Trabajando para ese periódico obtuvo un importante reconocimiento como periodista. Cuenta lo siguiente: “De repente, el jefe de Redacción le indicó a Yo que iba a cubrir la Reseña Internacional de Cine de Acapulco […] compró un diccionario terminológico de cine (lo que evidenciaba su ignorancia) y se lanzó a la aventura. Inventó secciones y pseudónimos, realizó entrevistas, reportajes, comentarios breves, chismes, etc., y, sobre todo, una columna de crítica cinematográfica. La experiencia fue inmejorable. Al terminar la reseña […] apareció en una revista especializada […] como uno de los 10 mejores críticos de cine de México”. Los años mexicanos coinciden, en buena medida, con los años del boom latinoamericano: ese fenómeno literario que fue posible, entre otros motivos, por la buena y fluida comunicación entre los escritores del continente. A pesar de su reconocida tendencia a la soledad, Donoso supo mantener y cuidar relaciones de amistad con escritores de toda América Latina. De los mexicanos conoció a casi todos; de los exiliados políticos, fue aún más cercano por la circunstancia vital compartida. Una de las actividades más importantes llevadas a cabo por nuestro escritor fue fundar la revista Cambio junto con Pablo Orgambide, Eraclio Zepeda, Julio Cortázar, José Revueltas y Juan Rulfo. En alguna medida, el hecho de ser un escritor en el exilio, en un centro de producción cultural y editorial tan importante en el continente como México, hizo de él una suerte de pivote que auspició y participó en productivos diálogos entre escritores de distintos países, que fomentó la publicación de autores mexicanos y extranjeros en editoriales aztecas. Esa es una de las herencias que deja Donoso, haber sido precisamente una pieza clave en el engranaje que sostuvo ese momento de esplendor de la literatura de nuestro continente. La muerte de alguien amado y admirado como Miguel Donoso Pareja lleva irremediablemente a la memoria de otros muertos. El propio autor recuerda, en esta autobiografía novelada, a muchos de los amigos que partieron antes que él. Con el humor que atraviesa su escritura de inicio a fin, se disculpa con el lector por parecerle que, con el pasar de las páginas, el libro se asemeja cada vez más un panteón. La última amiga evocada es Ileana Espinel, que muere el año en que se publica el libro, y a quien Donoso imagina al fin feliz al lado de David Ledesma y Gastón Hidalgo. A río revuelto abre y cierra con la mención de lo que hasta entonces había callado: la temprana muerte de su hija Leonor. El dolor por la pérdida lo llevó a eliminar toda instancia material que le recordara el paso de su hija por este mundo. Lo llevó a un silencio largo, que rompería en estas memorias y posteriormente en Leonor (2006). Los duelos no tienen fórmula; sin embargo, a los lectores de Donoso nos queda su obra para colar en la lectura la figura del escritor.