Dicen que Monte Sinaí es un lugar peligroso, que hay que entrar con resguardo si no te conocen, que el enorme edificio abandonado que se levanta al pie del camino central perteneció a un abogado traficante de tierras, pero que, al no terminarse de construir, se convirtió en un lugar donde violan y matan en medio de grafitis y propaganda política. Dicen de Monte Sinaí que tiene varios dueños: los legales, los que trafican la tierra, los que la habitan. Posiblemente en esa idea radica su imaginario de peligroso: es tierra de nadie, o al menos sus dueños no han sido legitimados. En ese territorio, el cineasta Sebastián Cordero grabó y estrenó su sexta película, Sin muertos no hay carnaval. Lo hizo sin necesidad de resguardo, cuestionando la legalidad sobre su propiedad. Fuera de la franja que las autoridades reconocen como el límite urbano, Guayaquil se expande de forma estrepitosa. Hace doce años el mapa tenía menos señales más allá de aquella delimitación. Ahora, hacia el noroeste están Ciudad Nueva, Ciudad de Dios, la Sergio Toral —en su primera y segunda etapa— y Monte Sinaí. Allí, en los bajos de cerros, gente que quiere un lugar para vivir con tranquilidad construyó viviendas de caña, madera o cemento, pero hace tres años en los caminos desnivelados aparecieron carteles con la advertencia «Denuncia las invasiones».  En una de esas rutas hay —tal vez como una señal de tránsito— un samán solitario con una capa enorme. Hacia dentro está el sector Tres Bocas, de la cooperativa Voluntad de Dios, donde a toda hora está encendido algún equipo de sonido que, especialmente por la tarde, cuando los vecinos han salido a trabajar, retumba con vallenatos tristes. Las doscientas familias que viven ahí llegaron hace cinco años, o más, en algunos casos. Van muy poco al cine, la única película ecuatoriana que han visto es una manabita: «Una de sicarios que se grabó en Portoviejo, Chone y Bahía», dice Adolfo García. No recuerdan bien el nombre del director. Ellos, que no van al cine y viven fuera de los límites urbanos, ahora son parte de una película, y vivieron su estreno en pantalla grande, cerca de casa. Antes del rodaje de Sin muertos no hay carnaval, el actor mexicano Diego Cataño estuvo viviendo ahí más de una semana. El equipo que armó Sebastián Cordero para grabar el guion de Andrés Crespo, tenía muchos mexicanos. No era fácil que Cataño con su acento empezara a aspirar las ‘eses’ en cada palabra e interiorizara un cantado costeño. En la película interpreta a Celio, uno de los habitantes de Talía, el lugar donde los moradores deben pagar una cuota para no perder su estadía (o su vida) y esperar por la legalidad. Los habitantes de Tres Bocas, que van al cine «solo cuando se puede» tenían de pronto en su barrio al hombre que interpreta al sicario favorito de Pablo Escobar en la serie Narcos, una producción de Netflix, el servicio de streaming más famoso del mundo, pero ellos no lo sabían. La única información que tenían era que es mexicano y actor, que estaba allí porque iba a grabar una película, y que, posiblemente, serían parte del elenco. Entonces, aprovecharon para invitarlo a tomar cervezas cada noche y llevarlo a la piscina que conocen como ‘el canal de la muerte’, el trasvase de conducción del agua a Santa Elena que inicia a la altura del km 26, vía a Daule. Como Diego es muy buen nadador no tuvo miedo e hizo lo mismo que todos: lanzarse y golpetear el agua para salir en el siguiente punto y convivir con los desconocidos, que al final le resultaban familiares, como en cualquier ciudad costeña de América Latina. Al final de esos días, Diego no hablaba aspirando las ‘eses’, pero intentaba de mejor manera neutralizar su acento para empezar el rodaje. En uno de esos cerros en los que a veces se va a pasar el tiempo doña Margarita, se ven las casas de caña y cierto orden de distancia entre una vivienda y otra. «Desde arriba —dice Margarita— hay unas piedras enormes que parecen muebles. Uno se sienta allí y siente el fresco. Aquí por las mañanitas es como en Quito, hace friecito y, a veces, hasta hay neblina. Son los árboles». En uno de esos cerros —cuenta— colocaron un enorme reflector que iluminaba todo en las noches, y así estuvieron sintiéndose documentados mientras se rodaba la película. Andrés Crespo (izquierda) interpreta al abogado Terán, y Daniel Adum (derecha) es Emilio Baquerizo «Última llamada a los moradores del sector Tres Bocas, en Voluntad de Dios. En esta noche nos traen la película Sin muertes no hay carnaval. Perdón. Sin muertos no hay carnaval. La película ya va a comenzar, por eso los estamos invitando para que, desde el comienzo, observen y saquen ustedes mismos su conclusión de lo que se está dando. Fue grabada aquí y cuenta nuestra realidad, está buenísima». Mariela Tobar y sus hijos, como muchos otros habitantes del barrio, sacaron las sillas de su casa «porque así es siempre más cómodo, uno nunca sabe cuándo se va a quedar sin puesto». Fueron de los primeros en llegar al estreno y esperaron dos horas y media para verla. Mariela conoció a Cordero un día en que el cineasta le preguntó si le podía preparar «unos pataconcitos con queso y huevito frito». Entonces, él se sentó en la mesa a conversar y se tomó fotos con los cachos de venado que cuelgan en las paredes de madera frente al televisor, junto a unos cuadros de caballos. Su marido es cazador y su casa tiene una escenografía similar a la casa de los Baquerizo, los personajes centrales en la película de Cordero.   «A veces donde uno cree que la gente tiene menos es donde hay más. Ellos viven una vida que uno podría decir ‘ay, qué jodidos’, peleando por su tierra, qué es lo que les pasa, y es horrible y la sufren, pero mientras viven en la naturaleza, en el bosque, tienen otro aire que respirar», dice Cataño. En el estreno no hay vallenatos de fondo y una iglesia evangélica ha postergado su culto, los niños que copan los asientos delanteros del terreno vacío, frente a una megapantalla, sacan sus celulares y no dejan de grabar. Todos aplauden en el primer clímax, cuando un niño muere de un disparo, en lugar de un venado a la cacería, en los terrenos aledaños a las invasiones, y al mismo tiempo a una zona protegida. En el enfrentamiento entre David y Goliat, uno de los moradores que antes había invitado al público a ver la película no dejaba de gritar «¡Te dije que te iban a matar!». Los niños graban hasta que, tal vez por las escenas fuertes de la película y el cruce con la realidad, sus padres los llaman a dormir. Es hora de ir a casa. Los que quedan siguen la película, aplauden cuando se reconocen y se ríen con los desnudos, como pasa también, cotidianamente, en circuitos que se definen por su afición a la alta cultura. Entre escenas se escucha, a modo de narración en off, el presentimiento de los televidentes. Saben cómo termina esto. «La gente de Monte Sinaí suele ser apática a los problemas, prefiere disfrutar el momento, tiene una vida más ligada al pasado, sin tanta parafernalia, lo hace con humildad. La sencillez que tiene creo que fue muy importante para construir a Celio, el David que se enfrenta al Goliat. Es la lucha del personaje que se da cuenta de que les están mintiendo, que les están robando, y quiere tomar justicia por su propia mano», dice Diego Cataño. Cordero hace con Monte Sinaí lo que hicieron los autores del Grupo de Cali con su ciudad: tomarla desde sus heridas, desde lo que queda fuera de los mapas y trípticos turísticos, para contar la historia de siempre, la forma en la que se van desplazando sus áreas verdes para habitarlas y negociar con sus dueños un territorio que a veces parece que no le perteneciera a nadie.