La agricultura intensiva debe disminuir en beneficio de prácticas sustentables
La permacultura como una contribución a la preservación del medio ambiente
La salud del medio ambiente es un tema de discusión a escala mundial. Se ha llegado a acuñar la dramática palabra de ‘ecodesastre’, para referirnos al grave riesgo que corremos los seres humanos en un planeta cada vez más vulnerable. Ya en 2011, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, en su informe ‘El estado de los recursos de tierras y aguas del mundo para la alimentación y la agricultura’, advirtió que durante los últimos 50 años se registró un aumento notable en la producción de alimentos, pero mediante prácticas que degradaron las tierras y los sistemas hídricos de los que depende la producción de alimentos.
Esa degradación significa la pérdida progresiva de su capacidad productiva, lo que, a la vez, pone en riesgo la calidad de los alimentos que llegan a nuestra mesa y, sobre todo, amenaza con agotar la capacidad de la Tierra de alimentar a una población que crece de manera desmedida. Pero, ¿a qué se debe este fenómeno? La FAO lo atribuye a “una mezcla de excesiva presión demográfica y prácticas y usos agrícolas insostenibles”. Esto es a lo que se ha llamado ‘ecocrisis’.
Según la FAO, entre 1961 y 2009, la superficie agrícola mundial creció un 12%, pero la producción agrícola aumentó un 150%. Una cuarta parte de las tierras presenta un elevado estado de degradación. Aproximadamente, 1.600 millones de hectáreas de las mejores tierras y más productivas del mundo se destinan a la agricultura, provocando elevados índices de erosión y pérdida de nutrientes. En esencia, la crisis de nuestro medio ambiente se debe a nuestros desbordados hábitos de consumo.
Si todo continúa como hasta ahora, para 2050, la cantidad de habitantes que poblarán el planeta necesitarán aumentar el 70% de la producción mundial de alimentos, lo que representa producir nada menos que 1.000 millones de toneladas de cereales y 200 millones de toneladas de productos pecuarios adicionales.
Ante esta realidad, ya en la década del setenta, dos investigadores australianos, David Holmgren y Bill Mollison, acuñaron el término ‘permacultura’, juntando los conceptos de ‘permanencia’ y ‘agricultura’, para proponer un cambio radical en la relación entre los seres humanos y sus tierras agrícolas. La intención es revisar y transformar nuestros comportamientos de consumo y de explotación de los recursos de la naturaleza.
Mollison aseguró que la permacultura debería integrar en sus prácticas un trabajo ecológico, así como en la recuperación de los paisajes naturales. Además, propuso la práctica de jardinería orgánica, como una alternativa para reformular nuestras prácticas de producción agrícola, no solo en el campo, sino, precisamente, en las ciudades. Comprar productos alimenticios en grandes cadenas de supermercados implica pagar los costos de transporte y publicidad, generalmente desmedidos, mientras que reforzar cadenas de consumo más cercanas y con menos intermediarios nos evita una serie innecesaria de gasto de recursos y de contaminación.
Un diseño de permacultura consiste en implementar diversas técnicas para reproducir los procesos naturales en nuestros entornos urbanos, como, por ejemplo, utilizar las jardineras ornamentales del barrio o de la vivienda, los balcones, las macetas, las terrazas e incluso las paredes, como posibles espacios de siembra de productos alimenticios, como verduras o frutales, para el consumo doméstico.
Nuestros hábitos de consumo, quizás desde la Revolución Industrial, se basaron en separar la relación del ser humano con la naturaleza para potenciar la idea de que el hombre debe ser capaz de dominarla, de domesticarla, para satisfacer sus propias necesidades crecientes de consumo y para ser más productivos.
Pero, con el paso de los años, estas prácticas han determinado un peligroso divorcio de nuestras relaciones con la naturaleza hasta convertirnos en una sociedad enferma y cada vez más necesitada de productos innecesarios. La agricultura industrializada genera empleos y alimenta a la población, las ciudades modernas se ven forzadas a crear alojamiento, plazas de trabajo y espacios de divertimento para una cantidad cada vez mayor de trabajadores, pero todas esas infraestructuras constituyen presencias dañinas para el ambiente. Pensemos en nuestra cotidianidad: ¿cuántos focos mantenemos encendidos sin necesidad en nuestras viviendas? ¿Cuánto tiempo tenemos encendido nuestro televisor sin que estemos realmente viendo la programación? ¿Cuánta agua desperdiciamos a diario al cocinar, al asearnos o al lavar el auto cada fin de semana? ¿Cuántos electrodomésticos usamos? ¿Cuánta basura producimos cada día en casa? ¿Podemos reducir estos excesos?
Dentro de un ecosistema armónico, cada desecho es útil en otra parte del mismo sistema. Lo que es muerte para una especie representa vida para otras. Es que la contaminación no existe en un ecosistema saludable, es el ser humano el que construyó durante los últimos siglos una disciplina suicida de relacionamiento con los recursos de la naturaleza.
Por eso, la permacultura busca aprovechar los ambientes hogareños, urbanos, los jardines, las plazas públicas, con el propósito de reparar la salud de las comunidades y reconstruir nuestra sociedad tan gravemente fragmentada. (I)