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En las comunidades andinas, el Año Nuevo es un tiempo para agradecer y renacer
Como lo hacían y lo siguen haciendo los pueblos originarios, cada 21 de junio, al igual que cada 21 de diciembre, en todas las culturas del mundo, desde tiempos inmemoriales, el nacimiento del Sol significaba el inicio de un nuevo ciclo solar, representando así un hecho importante presente en todas las tradiciones religiosas: indoeuropeas, célticas, grecorromanas e hindúes.
Este acontecimiento festivo era celebrado con mucha algarabía acompañado de bailes, música, comida, poniendo de manifiesto un universo de constelaciones materiales y simbólicas. Según Fernando Sarango, para los pueblos suramericanos el Año Nuevo llega cada 21 de junio. Esta representación cíclica del tiempo significa también las edades del Sol: Este nace cuando llega el invierno; en primavera se convierte en adulto; durante el verano envejece y muere en otoño. Es un proceso de cambio y transformación que comparte la naturaleza en general.
Por otra parte, en las comunidades andinas del Ecuador, estas festividades responden a cuatro celebraciones importantes, que representan los ciclos de la naturaleza y que tienen relación con los solsticios y los equinoccios.
El 21 de junio el Inti Raymi o Fiesta del Sol es el ciclo en que se celebra la cosecha de los frutos maduros; es una época para disfrutar y agradecer por lo sembrado y lo cosechado. El Koya Raymi se celebra el 21 de septiembre, ciclo dedicado a la mujer y a la killa o Luna. Este es el tiempo que representa la fertilidad y la cultura, “para sembrar hay que preparar la tierra para recibir los frutos”. El Kapak Raymi, que coincide con el solsticio de invierno y de acuerdo al calendario gregoriano (antes o después del 21 de diciembre), en esta fecha se celebra el nacimiento, las plantas empiezan a dejar ver sus primeras hojas. Finalmente, una vez que germinaron las hojas y salen los frutos se celebra el Pawkar Raymi, antes y después del 21 de marzo; es el tiempo de agradecer por las bondades y generosidad de la Madre Tierra.
A través de estos ciclos y celebraciones rituales, según lo registran los conocimientos y saberes ancestrales, se agradece al Dios Sol, a la Madre Tierra, a la Hermana Luna y a todos los habitantes de la naturaleza. Son tiempos para purificarse, armonizarse y para renacer. Este proceso se lo hace a través de ofrendas, con la presencia de los cuatro elementos de la naturaleza; es decir acompañadas del fuego sagrado, la tierra, el aire y el agua de la vertiente que purifique y limpie las malas energías para recibir el nuevo ciclo.
Estas prácticas ancestrales denotan una relación armónica de las personas con la naturaleza, que milenariamente han venido manteniendo y aún mantienen los pueblos indígenas, como un núcleo familiar en perfecta armonía, bendecidos por el Dios Sol, la Madre Tierra y los demás elementos de la naturaleza, en una profunda hermandad, que se cuida, protege y reproduce mediante principios también ancestrales como la reciprocidad, la solidaridad y complementariedad.
Ronda la pregunta: ¿Cómo interpretar esta sabiduría ancestral y revertirla, cuando las amenazas de un mundo indiferente e insensible, enajenado por el consumismo, individualismo y materialismo, arremete agresivamente rompiendo todo tipo de relación armónica?
Que sea la oportunidad en este fin de año, o fin de ciclo y comienzos del que viene, para reflexionar e interiorizar sobre los verdaderos sentidos que tiene cada uno de los ciclos de la naturaleza según la cosmovisión andina: La importancia que tiene el acto de (re)nacer, pero no en el sentido material, físico o biológico únicamente, sino poner la atención en el sentido espiritual y simbólico que permita trascender de la visión lineal a la visión circular donde nacemos, crecemos y volvemos a nacer. Agradecer por todo: por la vida, por la capacidad de sentir, de ser; y, finalmente para cerrar el ciclo, el acto sublime de prepararse y purificarse como un baño espiritual que limpie, refresque y armonice. ¡Feliz año nuevo y un buen renacer!
“Con estas manos venosas,
sudorosas, calientes, frágiles
y resistentes.
Con estos brazos cortos
e infinitos que se entrecruzan
y se agitan como águilas.
Con estos ojos traviesos
e impacientes que quieren ver
hasta el fondo de la eternidad.
Con estos pies descalzos
que caminan sin detenerse
que sienten la humedad
de la tierra y la vida.
Con esta cabeza de pelos
revueltos, recuerdos dispersos,
ideas inconclusas
y pensamientos insurgentes.
Con este corazón apasionado,
subversivo, incrédulo, tímido,
rebelde, sensible
hasta la desesperación.
Con esta sonrisa trémula,
traviesa, muda, distante, cercana
Con estos oídos que escuchan
y no oyen, que temen
y se esconden
Con esta voz que canta
grita, calla, sufre, se adormece
y fallece.
Con toda esta anatomía
espiritual
que me fue felizmente donada,
reformada e inacabada
Con todas las falencias
y los excesos
Con todo, con nada,
con lo que queda, con lo que falta
Con amor de niña
con ternura oceánica
y con alegría infinita” (I)