Tu historia es la historia del drama y la cadencia; también es la historia de tus sustantivos. Si se quiere, es la historia del: ¡Yo no sé por qué! o la historia de una ciudad inexplicable.
En la génesis fuiste Cancebí o Picoazá, luego Puerto Viejo, nombre funcional con el que te rebautizaron los barbados, lugar intermedio necesario para la aguada y la provisión del maíz. Más tarde, Villa Nueva de San Gregorio, designación pomposa para teatralizar tu fundación y la creación de un cabildo de papel para legitimar el control del área geoestratégica, codiciada por otras empresas conquistadoras.
A pesar de tu nombre aristocrático y el título de ‘Muy Leal’, fuiste abandonada cuando floreció Santiago de Guayaquil, ubicada en el lugar exacto donde empezaba el gran accidente geográfico del río Guayas, propicio para conectar la ruta del Pacífico con el mundo inter andino. Movida de aquí para allá por distintos avatares, te dejaquedaste tierra adentro, pálida, enferma y arrinconada entre la montaña y el mar, con un convento de medio pelo dedicado a la advocación de la Virgen de La Merced, una población reducida y un par de locos que alucinaban con la existencia de las míticas minas de esmeraldas, mientras veían florecer la economía de los caciques de Charapotó y Jipijapa, articulados al mercantilismo y al contrabando. Trasnochada y criollada, entre labores agrícolas y ganaderas, no dejaste de barroquear aristocracia, echándote blasones de nobleza para invisibilizar a tu siamés indio, Picoazá. Así persististe por largo tiempo, hasta que un día la periferia cambió de función, se desarrolló la agroexportación y comenzó a formarse el pequeño capital originario. Entonces, en el siglo XIX, el gran poder estuvo en ti, en tu centro, encarnado en el gobernador, contrapeso de los municipios, dueño y señor de las aduanas de Manta y Bahía de Caráquez, de las salineras de Charapotó y de las recaudaciones de los impuestos al aguardiente; hombre bisagra que articulaba los afanes de la pequeña oligarquía regional con los grandes poderes nacionales terratenientes y burgueses; hombre de guerra que debía anular la insurgencia campesina provocada por la presión del poder y el sobretrabajo. Hombre provocador de incendios, fusilamientos y combates, capaz de generar en tu propia plaza de armas, para el escarnio, el olor a carne humana incinerada.
Cuando ya tarde, el neoliberalismo golpeó tus campos, miles de campesinos nutrieron tu vientre y tu ombligo abigarrado se llenó de comerciantes populares. Fueron los tiempos en los que te reconocieron con el mote de la ‘Ciudad de los Chupamangos’, lugar único donde se desplegaban las dos expresiones sensoriales más extrañas: el pan con helado degustado al son arrebatador de una batería libre tocada en el Parque Central, a pepo y trulo del altar de la Virgen, acompañado del sueño nunca cumplido del ¡goool! de triunfo para el ascenso de la Liga Deportiva Universitaria de Portoviejo.
Todo transcurrió sobre ti durante casi 500 años, hasta aquel día en que se produjo un Otra Vez, y el gran terremoto devastó tu cintura. Al amanecer, ya te habían sustantivado con el nuevo nombre innumerado de Zona Cero.
Originaria, fundada, movida, abandonada, batallada, quemada, fusilada, transcurrida, temblada, sustantivada; sin razón capitalista y funcional, nadie entiende el milagro de tu existencia de siglos, ni tu persistencia y permanente desafío a la geografía económica instrumental. Cancebí Picoazá Villa Nueva de San Gregorio de Puerto Viejo Zona Cero de los Chupamangos, tienes espíritu barroco y vocación de vida. (O)