Resulta cómico ver los malabares conceptuales que se intentan hacer para interpretar la llegada de Yunda a la alcaldía de la capital. Textos, voces y caras con narices alzadas echan una mirada vertical y despectiva a un electorado incomprensible, defectuoso, maleable, manipulable, populista. ¿Cómo es posible que no sean capaces de votar por opciones de alto gramaje o por apellidos con historia? ¿Será alguna falla genética que no permite entender el buen republicanismo? Entonces llega la terapia: ¡modifiquemos las reglas del voto! grita uno, ¡que solo voten los que tienen tierras! corea otro, ¡que solo hagan campaña los que tienen plata! susurran otros. Felices y coordinados empiezan a tuitear dando inicio a otra batalla tan infértil e irrelevante como la del voto nulo. Qué alivio. Al menos el drama se calma, mientras se retuitean las fósiles ideas, entre los propios panas.
Lejos de cafetines de alfombra se explica la llegada de Yunda de una forma práctica. Él -así les duela a los de apellido compuesto- representa al nuevo quiteño promedio: es un migrante que llegó a estudiar y a trabajar. Como casi todos los que no tienen herencia, le tocó ocuparse en algo que no era su profesión, se superó y se expandió. Como legítimo quiteño, tiene sal y sabe conectarse con la gente a través de medios, sobre todo en contenidos prácticos para gente común y corriente. También tiene cuentas que rendir y errores que corregir; pero, junto a Maldonado, se distinguen por dos elementos clave: no solo conocen la ciudad sino que conocen a los quiteños sin pedigrí.
¿Quiénes son esos? Gente que repulsa el elitismo, que esta subempleada o en la informalidad, que quiere espacios populares dignos y que rechaza a políticos perfumados que ignoran el problema de la ciudad: la indolencia frente a la desigualdad laboral, cultural y política. Así que evite la terapia: no existe Yundocracia. A lo mucho una atomización del voto, que solo es otro síntoma de un Quito clasista, cansado de señoritos sin sal. (O)