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El Telégrafo
Ramiro Díez

Yo, que tanto la quería

01 de agosto de 2013

Seré un criminal a partir de esta noche, cuando haga lo que me he propuesto. Nadie me va a entender porque ella y yo nos amamos desde siempre y ahora, cerca de nuestro final, me llegan los recuerdos como una jauría.

Sé que años atrás hubo otros en su vida. No importa. Ella fue única y todo para mí.  Y lo seguirá siendo, aun después de que yo la mate. Ahora que ambos somos viejos, solo importa el amor que nos tuvimos. En especial, el mío hacia ella. Por eso haré lo que voy a hacer.

Todo sucedió tan rápido. Se quejó de dolores en la cadera, empezó a renguear, y ya nunca pudo abandonar el bastón. A los pocos días, se detenía para subir las escaleras. Yo iba a su lado, simulando sus fatigas, nos mirábamos a los ojos, y eso parecía tranquilizarla.

Tenía sueños intranquilos, sobresaltados, y se sentaba en la cama para respirar mejor. Nunca me dijo nada. Yo le acariciaba las manos o la rodilla, me pegaba un poco más a ella, y ella me daba dos o tres toquecitos en la cabeza y volvía a conciliar su sueño.

Siendo tan diferentes, nos amábamos y nos respetábamos sin condiciones.  Ella, siempre, con sus libritos sagrados, con sus conversaciones a solas con Dios. Yo nunca pude creer en nada, pero eso jamás fue problema. Ella me comprendía y, supongo, agradecía mi silencio.

Hace una semana, cuando terminó su programa preferido de televisión, abrió el libro de oraciones, y vi que no podía leer. Simulaba, intentaba, pero era en vano. Intentó repetir algo de memoria, se confundió, y dejó la frase a la mitad. Se estaba quedando ciega. Al levantarse, tropezó contra un mueble que siempre estuvo allí. Yo simulé estar distraído. Con su voz quebrada, me dijo que era hora de dormir. Para mí fue una noche de certezas llenas de miedo.

El golpe fue la visita del médico. Tanto al llegar como al despedirse, me dijo alguna palabra amable, pero nada más, como si yo fuera un idiota. Tras examinarla, salió, y pude adivinar en su rostro un diagnóstico fatal. Lo sé de memoria. Ya ha pasado con algunos amigos del vecindario: ella tendrá un final largo y doloroso.

Lo evitaré. Esta noche, cuando ella duerma, por su bien y por el mío, me acercaré a su cuello, sin respirar, y ¡chaj!, Tres o cuatro mordiscos harán la tarea. Ella morirá enseguida, imaginando una pesadilla de la cual nunca va a despertar.

Dos o tres días más tarde, llegarán los vecinos, y la verán a ella, a mi dueña, en la cama, con el cuello despedazado.

Yo, su perrito french poodle, tendré manchas de sangre reseca en mi pecho y en mi hocico. Después vendrá la Policía. Pensarán que he enloquecido. Amarrado y con bozal  me llevarán a cualquier parte para darme un balazo.

Y nadie, en el vecindario, volverá a tener perros durante muchos años. No aceptarán que seguiremos siendo los mejores amigos. Ni que lo hice por amor. Yo, que tanto la quería.

En la vida, como en el ajedrez, los sacrificios son inolvidables:
Dieks vs. Lindblom, Groningen 1974

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