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El Telégrafo

Ya estás allá, pero seguirás aquí

15 de julio de 2011

Sí, ciertamente, escribir es otra manera de leer, leer lo que uno quiere. Y es también una manera de  cambiar las cosas, de ponerlas a nuestro gusto. Así pensaba Facundo Cabral, quien para corroborar sus propias palabras que eran, efectivamente, una invocación a la paz, al entendimiento, al crecimiento, murió asesinado.  Un hecho brutal que nos conmueve y nos muestra la violencia que sacude, desde hace muchos años, a esta América a la que tanto cantó el propio Cabral.

Nunca fue una estrella, y menos un divo. Sencillo y abierto.  Nunca se adaptó a la vida capitalista y pensaba que la clave era atreverse.  Y se propuso, más bien, inventarse a sí mismo: “Inventando me fui pareciendo cada vez más a mí mismo”.  Hipocondríaco, padecía de cuanta enfermedad, dolor o molestia podía imaginar. Al final también terminó enfermo, padecía un cáncer. Y la soledad era su mejor compañía. Consideraba que  “la familia es una secta que divide al mundo,” y por ello vivía solo en un hotel de Buenos Aires.  Jamás se quejaba y a toda costa quería depender de sí mismo: “Lo incómodo y cruel es depender de los demás”.

En varias ocasiones Cabral estuvo en Quito, en una de esas visitas, al final de su concierto, los empresarios artísticos que lo trajeron, Galo Chiriboga y Alejandro Fuentes, lo invitaron a cenar, Cabral dijo. “Sí, pero no me lleven a un restaurante, mejor llévenme a su casa”. Así se hizo, y fuimos a la casa de José Moncada (socialista, ex rector de la Universidad Central), en donde  escuchamos casi en silencio sus historias. Aún no sabemos cuáles eran ciertas y cuáles inventadas, pero las contaba con absoluta seguridad y sencillez, a la manera de parábolas bíblicas:

–¿De qué está orgulloso? –De mi hambre. –¿Por qué? -Porque me mantiene despierto. O contaba: “Las monjas llaman a Dios, que no las atiende porque está ocupado con la vida”.  O “quien no trabaja en lo que no ama es un desocupado”. 

Pero también el humor fue parte esencial de su poética. Ese era un espacio en el cual se movía con total libertad, y a menudo solía contar que “Tom Leher, el humorista norteamericano, dejó de escribir cuando le dieron el premio Nobel de la Paz a Henry Kissinger; dijo que jamás podría superar semejante broma.

Al final del camino (¿o al principio?) nos quedan sus canciones y sus poemas, tal cual él mismo lo contaba muy serio: “Las canciones son mi cuerpo volando, haciéndome fosforescente, es decir poeta; muchos se casaron por mis canciones, por eso me odian; muchos se separaron por ellas, por eso me aman…es decir que soy amado por lo que odio y odiado por lo que amo”.

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