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El Telégrafo
Ramiro Díez

Historias de la vida y del ajedrez

Y usted, ¿De qué se avergüenza?

Historias de la vida y del ajedrez
11 de septiembre de 2014

Si usted hubiera visto a ese niño, jamás habría imaginado que llegaría a ser tan importante. Los primeros días que fue a la escuela, iba descalzo, caminando varios kilómetros, al sol y al agua, con el estómago medio vacío. Allí, una profesora que apenas sabía juntar las letras fue la encargada de enseñarle a leer y a escribir.

A mitad de año, su madre, con un dinerito extra, le compró unos zapatos que parecieron abrirle nuevos caminos. Enseguida, el director de la escuela dijo que aquel niño, que se llamaba Alberto, era el más inteligente de todos y le dio cupo en otra escuela, más cercana a su casa. El problema era que sus nuevos compañeros eran un poco menos pobres. Allí tener zapatos no era algo novedoso.

Un día el inspector del colegio les pidió que llenaran una hoja con el nombre y el oficio de sus padres. Aquel niño solo tenía madre y escribió: “Ama de casa”. Su compañerito de al lado le dijo que “ama de casa” no era un oficio, que todas las mamás eran amas de casa. Que tenía que poner algo especial: “secretaria”, o “asistente de enfermería”, o algo así.

Alberto dijo que sí, que el trabajo de su madre era ese, ama de casa, porque ella trabajaba en distintas casas, limpiándolas, arreglándolas. Entonces su amiguito le dijo. “Eso no es ama de casa. Eso es sirvienta”. La palabra “sirvienta” explotó como una bomba en el alma del niño. Y descubrió que nunca la había oído pronunciar en su casa, porque su madre era eso: una sirvienta.

De todas maneras, escribió: “Oficio, sirvienta”. Y se arrepintió. Tachó la palabra. Buscó en su mente otro oficio menos duro. Sintió vergüenza por el trabajo de su madre.

Entonces se acordó de ella, en forma nítida, como si la tuviera al frente. Recordó sus rodillas enrojecidas de tanto fregar pisos. Manos callosas, espalda encorvada, pelo blanquecino. Y su sonrisa triste, sus arrugas precoces, su cuerpo frágil. Pero, en especial recordó todo el amor que ella le brindaba. Entonces volvió a tachar con intensidad la palabra que había tachado, para que no se adivinara qué era lo que quería ocultar, y volvió a escribir la misma palabra, pero ahora más grande, más clara, más limpia: “SIRVIENTA”.

Esta vez sintió vergüenza de haber sentido vergüenza del oficio de su madre. Levantó la cabeza, y, con el pecho en alto, le entregó la hoja al profesor.

Con los años, el mundo conoció a ese niño como Albert Camus, escritor argelino francés, Premio Nobel de Literatura. Y olvidaba contar que en la casa de aquel niño nunca hubo un libro porque su madre, la sirvienta, no sabía leer ni escribir.

Camus nos recuerda que debería avergonzarnos este mundo que hemos hecho, de niños huérfanos: huérfanos de amor, de pan y de libros.

En ajedrez, también, los sacrificios de las damas son algo grande.

1:    D8T +, RxD
2:    P7C + R1C
3:    A7T+ RxA
4:    P8C=D mate

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