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El Telégrafo
Werner Vásquez Von Schoettler

¿Y la cultura política?

22 de agosto de 2016

En más de una ocasión eso llamado consciencia política, consciencia social puede ser un verdadero misterio. De alguna manera el sentido común diría que a medida que una sociedad avanza, se desarrolla, mejora sus condiciones de vida, la responsabilidad social de sus ciudadanos también mejora, se profundiza, pero resulta que no es regla que eso suceda. No es algo mecánico, sino que puede ser profundamente contradictorio, incluso llegando a ser una verdadera y asombrosa paradoja.

Esto quiere decir que no hay regla, peor aún un determinismo social. De ahí que no debe resultarnos extraño que mientras una sociedad supera problemas fundamentales, esos mismos ciudadanos se despreocupen del futuro, que no les importe el pasado vivido, ni el futuro por vivir, sino que esperan que el presente, si es bueno, muy bueno, continúe así y punto. La paradoja continúa en ciertos sectores que se benefician de la prosperidad, importándoles poco aquello llamado ideología, política, intereses nacionales; incluso, pueden llegar a un grado de despolitización que los conduzca a votar por cualquier oferta electoral fantasiosa que atente contra su propio bienestar alcanzado. Si el bienestar es el resultado de efectivas políticas públicas, no necesariamente esto implica un mejoramiento de las capacidades reflexivas, analíticas, argumentales en el sentido de lo político.

Eso puede de alguna manera demostrar que la política no es exclusivamente un consenso, sino que su vitalidad está en el disenso; este nos permite querer más bienestar, más cultura política, más diversidad, no solo preocuparnos por lo macro, sino por lo micro de la política, de la economía, de la cultura. La política no puede, no debe, no es posible su reducción a solo política pública por más exitosa que esta sea. Esta siempre se esparce más allá de cualquier cerco institucional. Por eso los pueblos en momentos electorales pueden, simplemente, elegir mal, y condenarse a gobiernos violentos, neoliberales, que inmediatamente desarman lo conquistado para las mayorías.

Es por eso que los Estados no lo son todo, son una parte, una forma, una dinámica de las sociedades. La sociedad, los ciudadanos, lo público, la acción colectiva, pueden sintetizarse en un modelo de Estado pero este no puede reemplazarlos nunca. En sociedades con fuertes asimetrías, con estructuras que reproducen injusticias, inequidades, desigualdades, el Estado es una relación determinante pero relativa a medida que se alcanza cierto equilibrio redistributivo; con mucha fuerza cuando el ciclo económico, coincide con el ciclo político e ideológico, pero no más.

El Estado, si es efectivo, en buena hora, pero lo central radica en la movilización ciudadana, en esa acción colectiva, en más y mejor politización de la sociedad. Por eso si una sociedad se polariza no hay que temer; es positivo que suceda porque quiere decir que sus ciudadanos dialogan, debaten, cuentan sus diferencias y toman posición; en otras palabras: comienzan a hacerse cargo de la política pero puede tomar décadas para consolidarse como una práctica habitual.

Mientras tanto corremos el riesgo de perder lo logrado. Por eso hay que abandonar ese criterio torpe de que en la mesa no se habla de política -ni de fútbol, ni de religión- entonces: ¿de qué se habla? ¿Acaso de la telebasura? Preguntémonos: ¿De qué hablamos en la mesa para saber qué cultura política tenemos? (O)

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