Lo escucho y no lo creo. Consulto a un asesor de imagen y estratega electoral: ¿cuánto pega un llamado así? “Es lo más absurdo que he escuchado”. ¿Por qué? “Meterse con el espíritu simbólico de quien ahora es uno de los personajes más populares es una pésima estrategia. Si alguien le recomendó solo busca un objetivo: desfigurar una imagen poderosa”. ¿Y tiene algún lado positivo, quizá un efecto inmediato? “Potenciar la candidatura de (Rafael) Correa. Jajajaja”, se ríe este consultor que ahora asesora a un equipo de trabajo de una candidatura opositora a PAIS.
Más allá del chiste y de la supuesta anécdota, detrás de ese estribillo que ahora exhibe el candidato banquero Guillermo Lasso hay un sentido político estricto: convertir a la política en un asunto exclusivo de individualidades. Es más: desconocer los procesos históricos para someterlos a la sola dependencia de unas figuras o líderes. Y con ello afirmar (¿o proyectar?) que sin Correa viene un Lasso (¿lassismo?) y borrando el pasado inmediato el futuro será más sublime y sujeto a otra persona, supuestamente “menos mala”.
En Argentina hay autores que insisten que el peronismo está más vivo que nunca. Igual en Cuba: para los opositores de adentro y afuera, aunque Fidel Castro no ejerza el cargo de presidente de la República, dicen que su pensamiento está latente. ¿Algo parecido diríamos sobre lo que hace la derecha chilena con el “pensamiento” de Augusto Pinochet?
¡No! Así no ocurre la historia, así no se desarrolla la vida democrática y política de ninguna nación. Incluso, me atrevería a decir que, para llegar a afirmar una cosa de ese tamaño, habría que indagar en las subjetividades de los ecuatorianos para saber hasta dónde cala un “concepto” así.
Rafael Correa es un “producto” político y social de un proceso histórico que para graficar se llama resistencia social al neoliberalismo. Tanto es así que hay dos candidaturas más, que sin mencionarlo lo dicen y lo señalan: la profundización del cambio en Ecuador necesita más participación y profundizar la democracia. No hablan de borrar el “correísmo”.
Si hay algo con lo que sí debemos actuar es que el “fenómeno Correa” le dio a ese proceso histórico unos matices, contenidos y hasta ejes que no estaban en algunos proyectos de izquierda el año 2006.
Por ejemplo: la capacidad de gestión, el uso de la tecnología y las herramientas de la administración más modernas, la planificación a largo plazo y el pragmatismo a la hora de gobernar, la coherencia hasta en el modo de ser, incluso en aquello que la clase media curuchupa no asume: decir las cosas tal como salen del alma, sin formalismos y menos con “diplomacia”.
Por eso resulta hasta complicado definir un supuesto populismo de Correa, tanto que esos analistas que se han especializado en el tema ahora hablan de un “tecnopopulismo”. Y, a la vez, cuando descomponen el supuesto concepto caen en el otro sinsentido: separar a la persona del proceso, colocan a Correa por encima de la razón histórica que mueve a los electores, seguidores y fuerzas sociales que lo apoyan. Hay “expertos” -algunos que hacen maestrías en la Flacso, en México y Argentina- que por su puro odio o apasionamiento han gastado horas en formular explicaciones téoricas de este “tecnopopulismo” donde ligan caprichosamente categorías y casos sin llegar a “cuadrar el círculo”.
Si somos más responsables (políticos, candidatos, analistas, académicos y periodistas) tendríamos que buscar detrás del propio Correa la razón de este supuesto “correísmo”. Detrás de él hay un conjunto de sentidos construidos por grupos, ex ONG, pensamiento económico de algunos de sus ministros que se fue cimentando desde hace dos décadas; igualmente existen estrategias y acciones que solo se pueden aplicar ahora en un marco político y administrativo que en otros gobiernos, o en las cabezas de ciertos grupos y líderes de izquierda, nunca funcionarían porque están más sometidos a un clientelismo populachero antes que a soluciones responsables a las demandas de los pobres y clase media. Y todo ello aún está en construcción y en desarrollo en medio de un conflicto democrático donde la mayor tensión no ha estado en la base popular sino en las élites políticas y empresariales del Ecuador.
Vuelvo al consultor político y le pregunto: ¿No será que, como nos acostumbramos a votar por el menos malo, ahora tenemos una vara tan alta con la cual medir la calidad de la política? “Quizá tengas razón. Solo que hay algo nuevo en todo esto: Correa no es solo un buen candidato, es un gran administrador, un planificador que se revela hasta cómo organiza su día a día, pero también tiene una personalidad que irradia respeto y admiración. Y eso no hubo en estos años desde el regreso a la democracia”.