El gran poeta escocés Robert Burns llamaba al whisky “trago de bondad” y no se equivocaba. Eso que en el Ecuador llamamos “chuchaqui” (cruda mexicana, guayabo colombiano o ratón venezolano) o resaca del día siguiente, es más suave con el whisky. Por supuesto me refiero al whisky de cebada escocés o irlandés. No a esa horrenda bebida estadounidense dulzona llamada bourbon, hecha de maíz, o sea un guarapo gringo. El whisky escocés es una bebida sobria y elegante. No crea eso de que no se mezcla. Se mezcla con hielo, con agua pura o mineral, pero nunca con bebidas dulces.
Antes de la llegada de los anglosajones y de los vikingos, Gran Bretaña e Irlanda estaban pobladas por celtas, igual que Francia y España. En gaélico escocés, una lengua celta, la palabra “uiske” significa agua y de allí pasó al inglés como whisky. Cuando estuve en Escocia probé dos tragos de cebada en un mismo bar público (Pub): el whisky más suave y la cerveza más fuerte que tenían. A esa edad fue un aperitivo para ver la capital de Escocia, Edimburgo, que es fascinante.
Volviendo al whisky, no es coincidencia que su nombre provenga de la palabra agua en celta. Lo mismo pasa con el vodka ruso que proviene de la palabra eslava para agua. No sé si esto se debe a que el agua se usa en la elaboración de las bebidas alcohólicas o porque se quería disimular el trago y hacerlo pasar por agua. O sea que desde entonces ya éramos mandarinas. A diferencia del vino que se añeja donde esté, por eso una botella de vino aumenta de precio con los años, el whisky embotellado ya no se añeja más.
Esto se debe a que el whisky de cebada se coloca en barriles de roble que luego se sellan y entran en bodegas de los barcos. Durante algunos años pasa ese whisky agitándose en las olas de los océanos. Luego regresa a Escocia y se mezcla con la producción del año. Se embotella y ahí queda. Así que el whisky de 20 años que compró hace 10 años sigue teniendo 20, porque solo cuentan los años que pasó meciéndose en un barco. “Cheers”. (O)