Hubo una época en la que los habitantes del Caribe, si deseaban ir a París, no tenían que viajar a Francia. Les bastaba con llegar a Martinica, una isla de ensueño, llena de placeres refinados. Por las calles de San Pierre, su capital, llamada La París del Caribe, paseaban bellas mujeres perfumadas, con la última moda europea o con escotados trajes caribeños. Había riqueza, cafés, teatros con espectáculos elitistas. Decían que era “la pequeña ciudad más loca del mundo, donde todo lo que pasa es increíble”. Cada casa competía en adornos y colores, en medio de palmeras y jardines que olían a guayaba, coco y canela. Era el paraíso.
San Pierre también tenía dos lugares destacados: una catedral monumental y el monte Pelée, es decir, el monte pelado, aunque los nativos del Caribe lo llamaban la Montaña de Fuego. Por algo sería. A mediados del siglo XIX, una noche, hubo fumarolas y explosiones súbitas. A la mañana siguiente, algunos pobladores se acercaron a sus faldas para ver lo que pasaba: “los árboles sin hojas, cubiertos de una nieve negra, un silencio tenebroso, un cielo oscuro, un aire irrespirable”. Eso escribió un testigo.
Las autoridades reportaron total tranquilidad. El informe oficial decía: "El monte Pelée es un volcán de lodo, no de fuego. Y es una curiosidad que los turistas disfrutarán. Los navíos vendrán de Francia cargados de viajeros para admirar la ondulante pluma de humo blanco contra el cielo. Será un elemento pintoresco y majestuoso que traerá, para los habitantes locales, riqueza y bienestar”.
Parece que el gobierno estaba equivocado en su optimismo. En mayo de 1902, durante la fiesta de la Ascensión, y cuando los fieles llenaban la catedral, el Pelée empezó a rugir. Y, de ahí en adelante, todo fue una pesadilla: la ciudad fue invadida por millones de hormigas, ciempiés y escorpiones que inclusive mataban a los caballos con sus picaduras. Enseguida, miles de víboras aparecieron por todas partes. La policía tenía orden de matarlas a tiros, pero el esfuerzo fue inútil: cientos de personas fueron mordidas fatalmente.
Y después vinieron explosiones sucesivas. Del cielo cayó una lluvia de pantano hirviente, y del volcán salió una ola de piroclastos, a 1.000 grados de temperatura. Total, más de 30.000 víctimas asfixiadas o calcinadas de golpe a las que se les vaporizó el cuerpo. Del centenar de sobrevivientes muchos murieron después por las quemaduras recibidas. Fue como un Hiroshima, pero sin que mediara ningún discurso acerca de la paz. Todo esto, obra de Vulcano, el dios romano del fuego y los volcanes. Es verdad que los volcanes mueven montañas.
Los dioses del ajedrez son caritativos: Nada de masacres. Matan de uno en uno, después de varias horas de juego. Aquí el blanco hace explotar, de repente, el tablero.
Keitlinghaus vs. Miles, Londres, 1997.