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Ecuador, 06 de Octubre de 2024
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El Telégrafo
Alfonso Monsalve Ramírez

Columnista invitado

Volver atrás para avanzar

27 de octubre de 2017

Cuando cayó la Unión Soviética, 1991, estampé sin vacilaciones las dos causas principales -en mi concepto- de ese derrumbe: la primera, confusión entre socialización y estatización. Estatismo no es socialismo. Los medios de producción fundamentales no pasaron a manos de los obreros sino al  ‘Estado proletario’, según trató de explicarlo inexplicablemente el sagaz genio de Lenin. En cambio engendra la segunda causa: la megaburocracia, caldo de cultivo de toda corrupción. 70 años después se vio cuánto había corroído aquella revolución, cómo corroe y devora todo lo que toca.

En 1959, una guerrilla de 800 muchachos guiados por Fidel Castro derrocan al tirano Fulgencio Bautista, quien había usurpado la presidencia de Cuba. El mundo revolucionario celebra la asombrosa victoria. Pero tampoco allí triunfó el socialismo, sino la dignidad patriótica de un pueblo pequeño dispuesto a ser libre enfrentando al gigante más poderoso y mejor armado del mundo, EE.UU. Para lograrlo sigue dos manuales, el Manifiesto Comunista y El Estado y la Revolución de Lenin, y por eso cae en los mismos errores: férreo estatismo, burocracia asfixiante.

Al cambiar el siglo brota en tierra sudamericana un nuevo proceso político impulsado por Hugo Chávez bajo el lema ‘Socialismo del Siglo 21’. El escepticismo inicial fue desvanecido por acciones que parecían anunciar otro modelo, basado en las masas populares que en el imaginario continental coronaban a Caracas con una diadema de chozas habitadas por multitudes paupérrimas y sin esperanza. Confiado en el respaldo que esas masas le brindaron en el ‘caracazo’, eligió la senda no insurreccional sino electoral, la democracia burguesa ya ensayada por Allende, y triunfó.

Sus ‘misiones’ extendieron a gran parte del territorio venezolano, y aun del continente, el nuevo socialismo, sin definir sus rasgos. La muerte cortó el torrente de energía y dinamismo del precavido líder, quien se cuidó de señalar su reemplazo, Nicolás Maduro, para que luego fuese ‘elegido’. Tres años después su verdadera personalidad, apoyada por sectores populares y por el equipo combinado de militares y algunos intelectuales, se ve refortalecida y ahí lo vemos, empujando a su patria cuesta arriba rumbo al objetivo fijado: su revolución.

¿Revolución? Vamos al grano. No ha existido revolución, apenas el Movimiento Progresista Latinoamericano, corroído por el mismo cáncer. Se salvan tal vez Bolivia y Uruguay, pero Brasil, Argentina, Nicaragua y dolorosamente Ecuador, enfrentan la misma quimioterapia para salvar lo que queda.

El Progresismo Latinoamericano no pasó de un proceso de actualización del malformado capitalismo latinoamericano, siguiendo el modelo que parecía más coherente con ese aggiornamento, Ecuador, y que resultó el más desconcertante debido a un liderazgo enérgico, pero que dio demasiados tumbos contradictorios y culminó en el peor escándalo de corrupción, mitad real mitad mediático, y exacerbado a niveles inesperados por el subsiguiente golpe de timón, necesario pero errático, que no deja entender hacia dónde va el país.

Y es esto exactamente lo que se necesita: fijar el rumbo. Regresar al comienzo, levantar la mira, corregir graves errores transmisores del reaccionarismo de derecha que se globaliza, y apuntar al verdadero objetivo revolucionario: el mismo que se fijó la Revolución rusa hace un siglo, pero aprendiendo de sus desvíos. (O)

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