Una ausencia del país me ha tenido también alejada de los últimos acontecimientos, que han significado paros y levantamientos frente a las medidas económicas tomadas por el Gobierno Nacional.
No vamos a analizar aquí la pertinencia o no de las medidas, la necesidad o la urgencia de tomarlas. Cualquier juicio de valor estará sujeto al visor con el que se mire, desde los diversos puntos de vista que podamos sostener o desde la euforia de la divergencia política, inclusive con miras a la campaña electoral que se avecina.
Lo que sí quiero es llamar la atención sobre la virulencia de las protestas y la respuesta desde las llamadas fuerzas del orden.
Ecuador ha sido un país de paz, toda su historia es una demostración de que los ecuatorianos nos hemos caracterizado por esgrimir argumentos, por tratar de limar las diferencias, por protestar, es verdad, pero hacerlo con una especie de continencia que nos enorgullece.
Son pocos los episodios en los que la población ha exhibido conductas en las que el desborde de las pasiones se ha hecho presente. Por ello es lamentable el ver que la agresión que sufre el pueblo, esté o no con uniforme, se vuelca en trifulcas, en volcamiento de vehículos, en romper vidrios, en vejar a personas porque no piensan igual, en destruir la propiedad de otros o la propiedad pública.
El perjuicio es evidente para todos, se pierden recursos económicos, se paraliza el país, se exporta una imagen internacional que paraliza la actividad turística que deberíamos cuidar como una fuente de recursos que puede incrementarse sustancialmente.
Pero sobre todo, se entra en una escalada de violencia que ningún beneficio puede dar a ningún sector, excepto, tal vez, a quienes quieren pescar a río revuelto o propiciar un retorno de liderazgos que tanto daño le han hecho a Ecuador. (O)