El coronavirus nos está descubriendo totalmente frágiles como humanidad. No tanto en lo económico, porque al final de todo, nos recuperaremos y algunas empresas e individuos terminarán más ricos. También cierta nación ostentará mayor poder del que poseía, antes de que todo esto lo inicien ellos mismos. Nuestra fragilidad tampoco está en lo científico. Que la ciencia no avance más allá de los límites que conocemos se debe, en gran medida, a los intereses del multimillonario negocio de las farmacéuticas. Nuestra fragilidad, expuesta ante lo que la OMS calificó de pandemia, se expresa en la poca capacidad de entender y determinar conclusiones lógicas a partir de la mediatización del covid-19.
El aturdimiento le está restando capacidad para elaborar juicios a la gente, al individuo que no atiende más allá de las publicaciones que corren por su Facebook o WhatsApp esclavizándolos a esas plataformas. Parecería que al hombre de estos tiempos el coronavirus lo devolvió a la era del oscurantismo del medioevo. La expropiación de la razón lo lleva a prender cuanta hoguera cree necesaria para enfrentar sus males. Ese es nuestro verdadero mal. Y los gobiernos, más que luchar por controlar una infección, que termina matando mucho menos que otras infecciones, luchan por evitar el pánico, el daño que nos causa la incapacidad de razonar en las mayorías. Un daño que nos afecta a todos a la vez.
La desinformación, las noticias falsas, el amarillismo, que corren por las redes sociales, vienen siendo los gatos negros que nos empujan al terror; identificando a través de ellos a brujas y demonios, empujándonos a la locura grupal. En un tiempo donde al hombre promedio le llegan, a un mismo instante, centenas de publicaciones a través de su celular, la verdad se le diluye. Sin saber diferenciar lo cierto de lo falso, se vuelve presa fácil de los intereses que se esconden detrás de tantas mentiras que nos causan más daño de lo que un virus nos podría causar. (O)