El hombre lucía, para mis prejuicios, un poco esperpéntico, pantalón corto, zapatillas de caucho, camiseta con diseño setentero, el pelo escaso, como sucede con frecuencia cuando ya has pasado los sesenta.
Hacía frío, la calefacción le permitía a mi personaje semejante facha. Crucé un par de palabras en español con la persona que me acompañó a la tienda y él también cambió el registro: en mi idioma, pero con ese acento ibérico tan duro para nosotros y con cantadito italiano, me dio unas explicaciones acerca de lo que buscaba.
Medio sorprendido, aunque gratamente, intenté adivinar y sentencié: “usted es italiano; “no”, como con desagrado, contestó.
Entonces avancé y, como no cabía otra cosa, pregunté su origen; “soy checo” respondió; ¿y dónde aprendió el español entonces?; “es que con la maestría en literatura comparada, francesa, italiana y española me adentré en el idioma de Cervantes”. Vendía botas y, aunque seco, hosco, lo hacía bien.
De regreso al hotel, cómodo en el bus, son de las pocas cosas que le envidio a ese mundo rico, me perdí en la incipiente reflexión: ¿Y qué hace este hombre, con semejante preparación, vendiendo, disfrazado, unas botas? ¿Se necesita tanto para más de eso? ¿Está la educación formal en crisis?
Pasa en este llamado mundo desarrollado también: mucha gente se ha requetepreparado para luego tomar unos oficios que nada tienen que ver con sus estudios. ¿Es desperdicio? ¿Es parafernalia formal que ya no logra responder a las verdaderas necesidades de la gente? ¿Debemos mirarnos en ese espejo para no copiar lo que ellos han hecho?
Son preguntas que me hice, medio asustado, aunque luego me dije: y si es a propósito porque ese checo así lo quiere: un oficio pasajero que le da sustento material para seguir en sus placeres literarios. Puede, y es muy probable, que así sea.
Pero en el caso ecuatoriano: ¿existen esos márgenes? Es decir, soy doctor, pero manejo un taxi como elección; o más bien porque no me ha quedado otra y mascullo hasta con bronca esa fatalidad. Así, un poco a la distancia, quizá buena para mirar las cosas desde otro ángulo, me decía que no podemos pensar que apostándole a la supereducación resolvemos todos los problemas.
El mundo ha creado una especie de hiperracionalidad formal que tiende a esconder muchas limitaciones, como cuando el médico se llena de aparatos para suplir su falta de humanismo, esa sabiduría que la gran universidad la está echando a perder.
La educación es clave, qué duda cabe, pero el proyecto político le da los sentidos. Ahí está la gran batalla.