Si algo debemos aprender de la dolorosa experiencia de la pandemia que nos ha tenido atemorizados y recluidos, es la necesidad de ser solidarios, de pensar en los otros, además de nosotros mismos y de los que tenemos cercanos.
Mi reflexión está marcada por la necesidad de pensar en que así como la covid-19 se expandió sin respetar fronteras, sexo, edad de la población, así como tampoco su situación económica y social, también la solución a esta crisis mundial debe venir sin hacer distinciones entre las personas.
Vemos como los países más poderosos están comprando y haciendo acopio de las vacunas que los laboratorios en los diversos países han empezado a producir, y nos queda la angustia de lo que va a pasar con los países menos desarrollados, con los más pobres en el mundo, con quienes no tienen acceso a las medicinas y por lo tanto están en un riesgo mayor.
La preocupación de los poderosos debe también estar vinculada a un tema que es real: Mientras quede un solo caso de coronavirus en el planeta, toda la población estará en peligro. Sabemos que el virus muta, que no se detiene y que por lo tanto, dejar casos, inclusive los aislados, sin atender, puede poner en peligro a todos.
Pero más allá de esta consideración que es real, debe primar una decisión de humanidad, que haga que quienes tienen más, sean naciones o personas o corporaciones, deben destinar recursos importantes para financiar y entregar vacunas a todos los países, a todas las personas en el mundo.
Es un imperativo que las vacunas sean declaradas bienes públicos, de acceso libre para todos. Pero como sabemos que alguien tiene que pagar por ellas, dado el alto costo de las investigaciones y el procesamiento, producción y traslado, ahí debe hacerse presente la filantropía y la solidaridad.
No es mucho pedir, es reconocer la necesidad de equilibrar el acceso a la posibilidad de estar sanos, de no contagiarse ni contagiar.
Veremos si hay eco a esta petición, si finalmente el ser humano demuestra ser sensible y solidario frente a esta catástrofe mundial.