No todas las sociedades pueden aspirar a ser vanguardias, serlo es parte de una construcción histórica más o menos duradera, y de la confluencia de procesos suficientemente decantados. En las redes sociales, que frecuentemente recogen el estado de ánimo del momento de un sector de la opinión pública, se manifiesta un deseo de conocer mejor Uruguay, de entender su proceso, de ir allá con urgencia y respirar este aire de libertades y de acogimiento de nuevas propuestas emancipatorias, y contagiarse de este ambiente.
Uruguay presenta algunos indicadores de avanzada: el tercero en Latinoamérica y 48 en el mundo en el Índice de Desarrollo Humano; el país con nivel de alfabetización más alto en América Latina; con un bajísimo índice de percepción de corrupción; con una de las distribuciones de ingreso más equitativas de Latinoamérica; con una alta esperanza de vida; considerado uno de los países más verdes del mundo y está ubicado entre los más seguros del orbe (datos tomados de Wikipedia).
Quienes estamos por la construcción de una democracia radical vemos con entusiasmo, aunque también con cierta ‘envidia’, la vanguardia que Uruguay ha tomado en temas cruciales, que no son novelerías, sino que marcan la diferencia en el intento de construir una sociedad igualitaria, equitativa, despatriarcalizada y desprejuiciada. Uruguay ha ido por todas, sin falsos convencionalismos.
A un año de la despenalización del aborto hay indicadores contundentes acerca de que esto no incrementó el número de abortos, lo que sí ocasionó fue cero mortalidad materna por esta causa, acabando con la ‘carnicería’ de la que eran víctimas las mujeres pobres. El reconocimiento del matrimonio igualitario entre personas del mismo sexo ha dado lugar a muchas uniones legales que están cambiando no solo la vida de estas personas, sino los imaginarios sociales sobre la homosexualidad. Las políticas que impulsan firmemente la construcción de un sistema de cuidados que replantean la división sexual del trabajo y propugnan una distribución igualitaria de los mismos han tenido un avance significativo y constituyen un aliento en el contexto de la crisis de cuidados existente. Y hace pocos días se produjo la legalización del consumo de la marihuana, que pretende luchar contra las mafias y el crimen que se genera con su prohibición. Todas estas políticas ponen a Uruguay a la vanguardia, no solo de América Latina, sino también del mundo.
Estas medidas han contado con un fuerte respaldo de la ciudadanía y de la sociedad civil organizada. Y no es que allá no exista oposición. Los partidos de la oposición, los sectores conservadores y la Iglesia católica han reaccionado de forma drástica frente a cada uno de estos cambios, pero en un Estado que se precia de laico no se pueden aceptar moralismos, y estas reacciones han tenido que mantenerse a raya consecutivamente. Sospecho que esto no tiene que ver solo con el buen presidente Mujica, ni con el gobierno y el rol del partido en el poder, el Frente Amplio -una coalición que agrupa varios movimientos de diversas tendencias- ni tan solo con el Estado; estos procesos responden más bien a construcciones sociales que afortunadamente han decantado en Uruguay. Quizás todas esas constituyen las ‘21 razones’, que andan circulando por las redes, para ir a vivir a Uruguay.
Mientras tanto deberíamos inspirarnos en estos cambios por estas tierras más tropicales.