Cualquier neófito podría pensar que las máquinas e instrumentos de la UCI se alimentan de los cuerpos de las personas que llegan transportadas por los camilleros. Son pacientes heridos, infartados o recién operados, sin nombre y casi desnudos (“íngrimos” diría mi abuela) unidos a unos aparatos de metal con pantallas de colores, inteligentes e insaciables que nada más ser conectados empiezan a succionar a través de tubos transparentes, el alma de quien ha tenido la desgracia de caer en nuestras manos.
Y es que cuando se contempla a uno de esos enfermos rodeados de cables, sensores y alarmas, es muy fácil equivocarse e imaginar que su cuerpo forma parte de un circuito que nutre a la máquina para que esta funcione y no al revés.
Pero la UCI es algo más que un grupo de máquinas y moribundos, es un espacio en el que se concentra una gran carga de energía física, psíquica, sudor, estrés y quizá hasta erotismo. Allí el instinto de supervivencia es mucho más aparente que en ningún otro sitio. No en vano esa lucha –cuerpo a cuerpo- con la parca, produce una especie de éxtasis al ver que, al fin y al cabo, los seres humanos estamos “programados” para sobrevivir.
Aquí llegan los cirujanos con la mascarilla caída sobre el cuello empapado de sudor después de una larga y dura jornada; vienen los anestesiólogos mojados por la transpiración del estrés y el tedio; y, claro ahí también acudimos los cardiólogos asistiendo a pacientes con “sensación inminente de muerte” como se describe a ese dolor característico del infarto de miocardio.
El ambiente está invadido por señales luminosas, “beeps” agudos, largos o cortos, rítmicos o asincrónicos. Son las luces y los ruidos de la vida o la agonía.
Nos acompañan las enfermeras que con un itinerario preestablecido, vigilan catéteres, tubos, recipientes, monitores y bolsas de plástico que son el reflejo del buen o mal funcionamiento respiratorio, cardiaco, renal o cerebral. Escriben o dibujan curvas de constantes vitales en una lucha mística contra la muerte, convirtiendo a la UCI en el lugar más idóneo para enamorarse de la vida.