Reflaco, hipermalgenio, ya casi nadie lo recuerda, pero hay que desolvidarlo porque sencillamente desafió el orden de las letras y con ello ejerció contrapoder en el espacio donde al fin y al cabo se resuelve la continuidad de una cultura, es decir, el espacio de las palabras, el espacio del lexicón por medio del cual nos pensamos. Algunos, como él, dieron batalla en el siglo XX, por eso es justo recordarlos, por ello es injusto tenerlos apretujados en los estantes de una biblioteca empolvada, como si fueran puro arte por arte, desconociendo que, al final de cuentas, han sido finos constructores de nuestra ‘nación en ciernes’, malabaristas de la palabra y chamanes de la subjetividad contrahegemónica, en esa larga lucha por ser patria descolonizada.
Nació en Manta, pero como decimos acá, se crió en Guayaquil, desde donde desafió la sintaxis y la semántica, enmudeciendo los jardines de la modernidad y las designaciones cursis de la pasión. Por eso dijo él, en su poesía ‘Una S quintuplicada’, que: “Dos abismos traidores/ dos botones de sangre/ una serpiente ebria / el vértigo planetario / la fuente multiplicadora / 110 voltios / 42 cyclos”. Así dijo, y fue diciendo mientras cargaba su flacura, porque aquí, en nuestra patria, el vanguardismo ha tenido otra manera de decir.
Abrió los ojos tal vez en 1898, tres años después de que empezara la revolución laica de la que sin duda fue su hijo; vivió los cimbrazos del asesinato de Alfaro, la crisis del cacao, el ascenso de la oligarquía plutocrática, la masacre de los obreros en Guayaquil (1922) y la Gloriosa de Mayo (1944). Respondió en la cotidianidad con el silencio, frente a la persecución del canon burgués que lo bautizó de ‘Loco’ y llegó a robarle hasta el original de su Zaguán de Aluminio.
Escribió en Guayaquil, mientras trabajaba en un departamento de control y censura de espectáculos públicos para ganarse la vida diaria; escribió sin usar una sola coma, burlándose de la gramática estructural, poniendo cada palabra en el espacio de la regalada gana, para quebrar el sentido sin perderlo y, vanguardiando, dibujó la imagen del cisne, de tal manera que se convirtió en “Un cirrus / aterrizado / una burbuja / de éter / una flor / que despetala / un suspiro / aliviador”. Era su tiempo, el tiempo en el que la imagen era construida por la imaginación y la palabra, el tiempo que no es el de ahora, en el que las imágenes de píxeles se devoran las letras.
Expulsó su propio nombre y de Miguel Augusto Egas Miranda migró a Mayo, el mes en el que, según él, había una primavera, aunque más bien es el tiempo en el que se van las lluvias de Manta, su ensenada siempre en sol, la que vio mil veces antes de que usara los horribles lentes pesados y cuadrados que lo acompañaron después casi toda tu vida. Contestando y enfrentando a la modernidad burguesa, anunció que era Hugo Mayo, un poeta distinto, a su manera, quien resuelto torcía el cuello al cisne de engañoso plumaje, por lo cual los patocuervos no lo perdonaron y lo llamaron el ‘Verdugo del verso’.
Tuvo su niñez en el fondeadero de Manta y su rebeldía la dio “como su mar, en tumbos”. Un día, cuando regresó al lugar, después de años de ausencia, Hugo Mayo avivó en su memoria a César Vallejo y parafraseó: “Hay golpes en la vida tan fuertes”. Después desparramó su nostalgia sobre “El mágico puerto. El puerto que embelesa/ ¡un poema engastado en el Pacífico!”.
¡Caramba! Hugo en Mayo, cómo pensar que no hiciste patria, si la patria es conjunto de letras, palabra, amor y sentido. (O)