Francia inició, este fin de semana, un intenso bombardeo a los grupos insurgentes islamistas del norte de Mali, el nuevo escenario de la “guerra en contra del terror”. El miedo a que Mali se vuelva un foco de Al Qaeda en el Magreb hizo que el Consejo de Seguridad de la ONU adoptara, en diciembre del año pasado, la Resolución 2071, que autoriza el uso de la fuerza para acabar con la rebelión islamista y permite la intervención militar de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (Ecowas por sus siglas en inglés). Francia, por lo tanto, busca limitar su participación a un bombardeo aéreo, cuyo propósito es preparar el terreno para que los ejércitos africanos de la región entren, en situación de ventaja, a poner los muertos y disputar el territorio.
La caída de la estratégica ciudad de Konna, puerta de entrada para que los salafistas del norte puedan conquistar el sur del país, en el contexto de un ejército maliense dividido y en franca retirada, convenció al gobierno de Hollande de la necesidad de actuar rápido. Si caía Mali, hasta hace poco considerado como un verdadero símbolo de estabilidad democrática africana, varios países vecinos podrían ser los siguientes dominós en tambalear.
Pero el apuro de Hollande es también una señal de que Francia busca protagonismo en este asunto y que no acepta todavía dejar de ser una gran potencia hegemónica en África Occidental. Hollande, entonces, logra revivir momentáneamente a una Françafrique moribunda; el avance de otras potencias –chino en particular– se detiene por un instante. El tiempo dirá si nos hallamos ante una última chispa de revitalización de predominio francés antes de su ocaso inevitable.
El bombardeo francés en Mali también tiene un contexto político doméstico que no podemos ignorar. Con la vertiginosa caída en popularidad de Hollande desde su elección en mayo del año pasado, la intervención militar en Mali representa un raro momento de consenso político, por lo menos mientras la oposición de derecha siga apoyando el bombardeo.
La polarización nacional en torno a temas como la legalización del matrimonio homosexual y la polémica sobre el alza de los impuestos para las clases más pudientes, en un contexto de crisis sistémica europea, significa que este (no tan sutil) “cambio de tema” y el siempre cohesionador retorno del “peligro islamista” le da un respiro a un gobierno agobiado.
La apuesta de Hollande es audaz y riesgosa. Como en toda incursión militar, su éxito político doméstico dependerá de que el conflicto no se empantane, ni tenga un costo demasiado alto en vidas de soldados franceses, ni conlleve represalias terroristas en el hexágono.
Después de todo, la suerte ya está echada: una vez iniciadas las hostilidades militares, resulta siempre difícil desescalar sin perder credibilidad. Ha nacido una nueva guerra.